Claudia Cabrero Blanco
Fundación Juan Muñiz Zapico
Licenciada en Geografía e Historia por la Universidad de Oviedo
Es de sobra conocido que si hay una fecha clave en la historia del movimiento obrero en el franquismo ése es el año 1962. Entonces, especialmente entre los meses de abril y mayo, una ola ininterrumpida de huelgas sacudió el país, dando lugar a la mayor explosión de conflictividad obrera a la que se había enfrentado el régimen hasta el momento. La minería asturiana, a la cabeza de las protestas, fue la que llevó la iniciativa de un movimiento que se extendió por gran parte del territorio nacional y que afectó a centenares de miles de trabajadores. Los conflictos de 1962 comenzaron en los primeros días del mes de abril, concretamente el día 12, cuando siete picadores de la mina Nicolasa plantearon trabajar a jornal siendo sometidos, por su bajo rendimiento, a un expediente disciplinario con amenaza de despido. Prendida aquí la llama del conflicto, todo un movimiento de solidaridad con los expedientados se extendió por otros pozos de Fábrica de Mieres, alcanzando pronto a la cuenca de Turón. El día 17 pararon los mineros de la cuenca del Nalón, el 18 la huelga se extendió al valle del Aller y el 23 se sumó la mina gijonesa de La Camocha. En el mes de mayo los límites de la minería se vieron desbordados y los paros se repitieron en fábricas y talleres de la industria siderometalúrgica, en los astilleros, la construcción y en muchas empresas de la industria ligera [1].
Manifestación en Bruselas [Foto: Archivo Fundación 1º de Mayo] |
Pero las mujeres no sólo protagonizaron protestas motivadas por el corte de suministros. A partir del mes de abril estas iniciativas se combinaron con acciones más contundentes dirigidas a extender el conflicto que provocaron, a su vez, una acentuación de las medidas represivas. Por ejemplo, la tarde del mismo día 26 la Policía Armada intervino en Barredos (Laviana) para disolver una concentración de mujeres que se habían reunido para boicotear la entrada al cine, en protesta por el hecho de que parte de la población siguiese realizando una vida cotidiana regular pese a la gravedad de la situación en las cuencas [8]. El día 29 varias mujeres trataron de evitar que los trabajadores de Sorriego continuaran su actividad, arrojando maíz y arroz a su paso, y al día siguiente se presentaron en Carbones Asturianos, en el Pozo Barredos y en La Camocha para impedir la entrada al trabajo de los mineros [9]. Asimismo, una manifestación de vecinas del poblado de la Vega (Gijón), cercano al Pozo de la Camocha, provocó el paro de los operarios de Fomento de Obras y Contratas, del sector de la construcción. Para ampliar sus acciones, las mujeres e hijas de los mineros hicieron extensivo su acoso hacia aquellos que no secundaban la huelga, abucheándoles e insultándoles cuando se dirigían al trabajo [10]. También el mes de mayo comenzó con una intensa actividad de las mujeres. Ya desde los días previos las autoridades tenían constancia de la posibilidad de acciones colectivas femeninas y adoptaron, por ello, medidas preventivas, reforzando las cuencas con dotaciones de la Policía Armada. Por ejemplo, en una nota del Servicio de Información de la Guardia Civil de 26 de abril de 1962 se aseguraba que las mujeres del Caudal acudirían en masa los días 1 ó 2 de mayo a los Economatos de Hulleras de Turón y de Fábrica de Mieres para que se les despachasen artículos alimenticios y que lo harían llevando consigo a sus hijos menores. Según la misma información, las mujeres de la barriada de La Joécara iban a ir a Sama en manifestación "apoyando la huelga de sus maridos y rompiendo los escaparates de las tiendas de dicha localidad". Aunque se afirmaba que ambas noticias debían ser tomadas "a título de rumores y comentarios", ante la posibilidad de que pudieran tener efectividad se tomaron las medidas de seguridad y prevención pertinentes [11]. Y, en efecto, el día 2 cerca de un millar de mujeres, algunas con pancartas, se repartieron por los centros hulleros del Nalón para evitar que los esquiroles se incorporaran al trabajo. Comunistas como Ana Sirgo, Constantina Pérez o Celestina Marrón, hicieron una intensa labor de concienciación entre las vecinas de las comunidades mineras, celebrando reuniones clandestinas para organizar la solidaridad y difundiendo sus consignas en los lugares frecuentados por las demás mujeres. Durante la madrugada, un grupo liderado por éstas recorrió las calles de Sama animando a sus vecinas a que se sumaran a la acción hasta que, finalmente, unas 250 mujeres se congregaron en las inmediaciones del Pozo Modesta, insultando a los obreros y tratando de interrumpir la circulación rodada [12]. La respuesta del régimen, representado en la persona del Cabo Pérez, fue proceder con la mayor dureza. Once mujeres, todas ellas comunistas o familiares de militantes comunistas, fueron detenidas y maltratadas en los calabozos de la policía municipal de Langreo antes de ser ingresadas en la Cárcel de El Coto de Gijón. Según la documentación policial, ingresaron en prisión Isabel Bejarano Palomino, Josefa Suárez Viego, Laudelina Roces Terente, Ester Amaro Suárez, María Luz Morán Díaz, Isaura Díaz López, Celestina Baragaño García, María Fernández Zapico, Eloína Zapico Roces, Paz Baragaño García y Honorina Díaz Solís [13]. De forma simultánea a estas concentraciones, se promovieron otras similares en las inmediaciones de Carbones La Nueva, Carbones Asturianos, María Luia, Talleres de Santa Ana, Sotón, San Mamés y Barredos. Un centenar de mujeres salió de Ciaño y se enfrentó a la Guardia Civil, por lo que cerca de una treintena de ellas fueron detenidas. El día 3 de mayo las acciones se repitieron, aunque con menor intensidad. No obstante, fueron detenidas en San Martín del rey Aurelio tres mujeres acusadas de haber organizado el piquete que, partiendo de El Serrallo, había provocado el paro de la actividad en el cargadero de carbón de Santa Bárbara. A las activistas de los días 2 y 3 se les impuso un arresto de 72 horas [14]. Asimismo, el día 2 de mayo en Sotrondio y el día 3 en Blimea, se produjeron manifestaciones de mujeres, acompañadas de sus niños, para denunciar la situación de precariedad en la que vivían. Una vez más, pese a que la actitud de las manifestantes fue en todo momento pacífica, fueron disueltas con contundencia y brutalidad. En los días siguientes las acciones se repitieron y así, con el objetivo de boicotear el acceso de dos operarios a la Mina Cantiquín, de Coto Musel, se concentraron el 10 de mayo a la entrada de los vestuarios nueve mujeres, dos de ellas con niños de pecho en sus brazos, de Les Linariegues, un pequeño caserío próximo a Laviana. Todas las integrantes del piquete, a excepción de estas dos últimas, fueron detenidas por insultar a los trabajadores y forzar la paralización de la mina. A pesar de que sólo provocaron el paro de dos mineros, las mujeres detenidas, todas ellas vinculadas al Partido Comunista, tuvieron que permanecer un mes en la prisión de El Coto de Gijón. Entre ellas estaban María Alonso Suárez, Manuela Fernández Alonso, Carmen Fernández Alonso, Ángeles González Gamonal, Dolores Marcos Castro, Aurina Martínez Alonso y Ana San Pablo García [15]. A pesar de que la respuesta policial no dejaba lugar a dudas, las mujeres siguieron adelante con sus reclamaciones y el día 21 de mayo "varios centenares" de ellas partieron de la Iglesia del Corazón de María en Oviedo para manifestarse en apoyo de los huelguistas [16]. Pero además de organizar piquetes, concentraciones y manifestaciones, desde el momento en el que se produjeron las primeras detenciones de los trabajadores, se organizaron nuevamente grupos de mujeres de preso para ir a visitar a las autoridades. Una delegación de mujeres acompañadas de sus hijos se presentó, el 21 de abril, en la Comisaría de Policía de Oviedo para interesarse por la situación de sus maridos detenidos; el día 26, un grupo de esposas y madres de los mineros se reunió con el Gobernador Civil, Marcos Peña Royo, para reclamar la libertad de sus familiares, mientras otro llevó ante el Colegio de Abogados, de Médicos y ante el Obispo las mismas reclamaciones. También en julio de 1962 varias mujeres dirigieron una carta al Gobernador Civil solicitando la libertad de los trabajadores presos tras los conflictos de abril y mayo [17]. Además, se organizaron para llevar a cabo otro tipo de acciones que permitieran la prolongación en el tiempo del conflicto, como la recaudación de ayudas económicas para ayudar a las familias de los huelguistas, entre las que repartían, metiéndolos por debajo de la puerta, sobres con dinero llegado del exterior.
Sin embargo, tampoco ahora la represión logró paralizar la actividad de las mujeres, que siguieron luchando por sacar adelante a sus familias, por defender a los trabajadores y por llevar los conflictos de los hombres a todos los rincones del país. Las huelgas de 1962 supusieron el punto de partida de un movimiento que era ya imparable. Actuando unidas, convencidas de la legitimidad de sus reivindicaciones y utilizando sus propias armas -ya fueran éstas abucheos, tacones, patas de sillas o puñados de pimentón picante-, las mujeres de los trabajadores se enfrentaron sin descanso al régimen y lograron hacerse oír con una voz que resonó dentro y fuera de nuestras fronteras. La importancia de su labor es incuestionable y así lo han reconocido tanto las organizaciones políticas como los hombres hacia los que iba dirigida su ayuda, que siempre tienen para ellas un recuerdo emocionado. Sin embargo, la historia demasiado a menudo se ha olvidado de hacerlo y ha pasado por alto que las trayectorias militantes de estas mujeres están llenas de grandes acciones que hacen que la lucha contra la dictadura lleve también sus nombres. Los nombres de todas aquellas esposas, madres, hermanas o hijas que se enfrentaron a cualquier obstáculo para que la supervivencia de sus familias estuviese garantizada; de todas aquéllas que respondieron a la represión haciéndose fuertes ante ella y dando muestras de unas firmes convicciones políticas; de todas las luchadoras valientes e íntegras sin cuya labor, en definitiva, nada habría sido igual. La dedicación y entrega de todas ellas durante los difíciles años de la dictadura hace que sean, hoy en día, un auténtico símbolo de la lucha antifranquista, un motivo de orgullo para el conjunto de la clase obrera y una inestimable referencia para las mujeres de las generaciones posteriores.
[1] Rubén VEGA GARCÍA, Las huelgas de 1962 en Asturias, Gijón, Trea y Fundación Juan Muñiz Zapico, 2002, p. 259
[2] Ramón GARCÍA PIÑEIRO, "La huelga del silencio. Hojas del calendario", en Rubén VEGA GARCÍA (coord.), Las huelgas de 1962...,.op. cit., pp. 65-66.
[3] 12-IV-1962. Telegrama enviado por la Jefatura Superior de Policía de Oviedo al Gobernador Civil de Oviedo. Archivo Histórico Provincial (en lo sucesivo AHP), Gobierno Civil. Secretaría Particular, carpeta 12 de abril de 1962, caja 22619.
[4] 13-IV-1962. Nota informativa enviada por la Jefatura Superior de Policía de Oviedo (Servicio de Información) al Director General de Seguridad de Madrid. AHP, Gobierno Civil. Secretaría Particular, carpeta 13 de abril de 1962, caja 22619.
[5] 20-IV-1962. Informe enviado por el Servicio de Información de la 241 Comandancia de la Guardia Civil de Oviedo al Gobernador Civil de la Provincia. AHP, Gobierno Civil. Secretaría Particular, carpeta 20 de abril de 1962, caja 22619.
[6] 13-IV-1962. Informe secreto emitido por el Servicio de Información de la Jefatura Superior de Policía de Oviedo. AHP, Gobierno Civil. Secretaría Particular, caja 22619.
[7] Ramón GARCÍA PIÑEIRO, "La huelga del silencio. Hojas del calendario", en Rubén VEGA GARCÍA (coord.), Las huelgas de 1962...,.op. cit., p. 70.
[8] 26-IV-1962. Servicio de Información de la 241 Comandancia de la Guardia Civil dirigida al Gobernador Civil de Oviedo. AHP, Gobierno Civil, Secretaría Particular, caja 22619.
[9] 30-IV-1962. Descripción de la situación en las minas de la cuenca de Langreo y Gijón. AHP, Gobierno Civil, Secretaría Particular, carpeta 30 de abril de 1962, caja 22619.
[10] Ramón GARCÍA PIÑEIRO, "Mujeres en huelga", en Rubén VEGA GARCÍA (coord.), Las huelgas de 1962...,.op. cit., p. 244.
[11] Nota informativa "Conflictos laborales en Asturias". Oviedo, 26 de abril de 1962. AHP, Gobierno Civil, Secretaría Particular, caja 22619.
[12] "Informando sobre la situación laboral en la demarcación de esta comandancia". AHP, Gobierno Civil, Secretaría Particular, caja 22619; Fichas policiales de Ana Sirgo y de Constantina Pérez. Notas sobre conflictos laborales. Carpeta 5 de septiembre de 1963. AHP, Gobierno Civil. Secretaría Particular, caja 22624.
[13] Nota informativa de la Jefatura Superior de Policía al Gobernador Civil de Asturias: "Huelga en las cuencas de Mieres, Turón, Aller, Langreo y Gijón", Oviedo 3 de mayo de 1962. AHP, Gobierno Civil. Secretaría Particular, carpeta 3 de mayo de 1962, caja 22619. Actas de declaración de las mujeres detenidas por las acciones del 2 de mayo en AHP, Gobierno Civil, caja 22621.
[14] Nota informativa "Cuenca del Nalón"; Nota informativa de la Jefatura Superior de Policía al Gobernador Civil de Asturias: "Huelga en la cuenca minera asturiana", Oviedo 4 de mayo de 1962. AHP, Gobierno Civil. Secretaría Particular, carpeta 3 de mayo de 1962, caja 22619. Las detenciones de las mujeres también en "Conflictos laborales 1962". AHP, Gobierno Civil. Orden Público, caja 28025/10.
[15] AHP, Gobierno Civil, Secretaría Particular, caja 22619. Fichas de detención e ingreso en prisión y actas de declaración de las detenidas en AHP, Gobierno Civil, caja 22621.
[16] REI, 23-IV-1962. AHP. Delegación Provincial de Sindicatos. Caja 27.743.
[17] "¡En huelga! Los mineros luchan por un salario decente, por el derecho de huelga y por las libertadas sindicales. Luchan por ellos y por nosotros", REI, 6-V-1962, Boletines de REI (1962). Archivo Histórico del PCE (en lo sucesivo AHPCE). Fondo Radio España Independiente; "Asturias, 22-IV-1962". AHPCE. Boletín de Información. Tomo 8, nº 768. 5-V-1962. REI 27-IV-1962; 29-IV-1962 y 9-V-1962. Boletines de REI (1962). AHPCE. Fondo Radio España Independiente. AHP. Gobierno Civil. Secretaría Particular, caja 22621.
[18] Ramón GARCÍA PIÑEIRO, "Mujeres en huelga...",.op. cit., pp. 253-254.
[19] Las vejaciones sufridas por estas mujeres fueron ampliamente difundidas en distintos foros internacionales y provocaron la conocida reacción de un grupo de 102 intelectuales que se dirigieron al Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, para que se esclarecieran los acontecimientos. Así se recoge en REI 27-V-1963 y REI 14-IX-1963. AHP. Delegación Provincial de Sindicatos. Caja 27.743. Vease también, para la reacción de los intelectuales, Ramón GARCÍA PIÑEIRO, "Mujeres en vanguardia...", op. cit. e Irene DÍAZ MARTÍNEZ, Vanguardia obrera e insurrección firmada. La huelga minera de 1963 y las contradicciones de la dictadura franquista, Gijón, Ateneo Obrero de Gijón, 2006.
La movilización, que puede considerarse el inicio de la transición, coincidió con el «contubernio de Múnich», el encuentro que unió a antifranquistas de derecha e izquierda
José Ignacio Gracia Noriega
Asturias tenía un prestigio épico en el movimiento sindical europeo, avalado por los sucesos revolucionarios de Octubre de 1934. Aquella revolución que nadie hubiera querido tener en su territorio era celebrada treinta años más tarde como épica y heroica. Cierta vez que Arcadio (Cayo) García fue a Inglaterra, por algún motivo sindical, regresó sorprendido de que en algunos locales de las Trade Unions colgaran de las paredes mapas de Asturias e incluso fotografías de Manuel Llaneza. Gracias a Llaneza el sindicalismo minero asturiano se hizo respetable y prestigioso en el resto de España, y, como bien había visto Cayo, de Europa.
Llaneza era un sindicalista con un gran sentido pragmático: luchaba por lo posible, con lo que a los pocos años de su muerte vinieron a contradecirle los sucesos revolucionarios de Octubre de 1934, que pretendían conquistar lo imposible. A este respecto, Hugh Thomas recuerda el discurso incendiario lanzado por el sindicalista Manuel Grossi desde un balcón del Ayuntamiento de Grado en el que proponía la conquista del cielo, la sociedad sin clases, el comunismo perfecto.
Y a partir de 1934, aunque los revolucionarios fueron derrotados, los mineros merecieron muchísimo respeto, en primer lugar, a las fuerzas del orden. Vagamente se temía que pudieran repetir la intentona de 1934. Por eso, cuando en 1962 se inició una huelga de mineros en Asturias de proporciones desconocidas hasta entonces, la medrosa burguesía asturiana se echó a temblar. Los caminos de las dos grandes cuencas mineras, la del Nalón y la del Caudal, confluyen en Oviedo siguiendo las aguas del río Nalón que casi a las puertas de la ciudad recibe las aguas del otro río entonces también negro, el Caudal.
Muchos años más tarde, cuando la situación ya no era la misma que la de los primeros años de la década de los sesenta, cuando se corrió la voz de que los mineros vendrían a Oviedo a apoyar una manifestación de Coordinación Democrática, las fuerzas del orden patrullaban como si se temiera una invasión en toda regla, e incluso pusieron a sobrevolar un helicóptero, lo que en aquella época era un lujo. Todavía no había descubierto Juan Luis Rodríguez-Vigil las grandes posibilidades de todo tipo que ofrece el aire, y de las que se percató alquilando un avión-taxi para no perderse un «rendez-vous» con Alfonso Guerra.
El helicóptero sobrevolando Oviedo no sé si resultaría muy efectivo como fuerza disuasoria o represiva, pero demostraba que las autoridades estaban dispuestas a hacer un gasto extra de gasolina a cambio de demostrar sus poderes. Del mismo modo que el cardenal Cisneros abrió las ventanas y mostró el patio lleno de cañones a los levantiscos, el gobernador civil de aquel tiempo puso el helicóptero a volar y dijo también: «Éstos son mis poderes». En cualquier caso, aquel día no acudieron los mineros, y la manifestación fue más bien insípida, salvo por el helicóptero.
Esta manifestación del helicóptero, en cualquier caso, no hubiera sido posible sin la gran huelga minera del 62. Tal vez no sea exagerado afirmar, o siquiera insinuar, que con la huelga del 62 empieza la transición. Lo cierto es que durante aquella «década prodigiosa» de los sesenta, muchas cosas cambiaron en Asturias, en España y en el mundo, y es evidente que la gran huelga contribuyó a ese cambio.
Los mineros que veintiséis años antes habían tomado Oviedo «con la dinamita en la mano» resistían ahora en sus valles una huelga de proporciones considerables. Los sucesos de Mieres o Langreo resonaban en el mundo entero, salvo en España, y mucho menos en Oviedo. Como decía Juan Benito Argüelles, había que enterarse por «Le Monde» de que había huelga a veinte kilómetros de Oviedo.
«Le Monde» informaba mucho mejor que «Le Figaro», los dos periódicos franceses que se recibían en el salón del limpiabotas de Olegario, en la calle de las Milicias Nacionales. También se recibían en la Alianza Francesa, con algún retraso, pero al menos había la garantía de que los periódicos no serían retirados por la Policía, cosa que podía suceder en los quioscos.
Muchas personas se habían hecho socios de la Alianza Francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo al lado de Oviedo. En la Oficina de Información del Arzobispado, en el edificio de la Caja de Ahorros, dirigida por un joven, culto, inquieto y prometedor sacerdote de elegante sotana sin brillos llamado Víctor de la Concha, también se recibían periódicos franceses, pero sobre todo revistas: «Temps Modernes», «Cahiers du Cinema», «Positif»...
Aunque se habla de la huelga del 62, tal vez sea más apropiado referirse a «las huelgas de 1962», que es como se titula un volumen coordinado por Rubén Vega y publicado por Trea con la Fundación Juan Muñiz Zapico: «Las huelgas de 1962 en Asturias». En febrero de 1962 el Gobierno de Franco solicita la apertura de relaciones con la Comunidad Económica Europea; poco después se inicia el Concilio Vaticano II en Roma y en junio, sectores de la oposición antifranquista, del interior y del exilio, desde monárquicos juanistas a socialistas prietistas, se reúnen en Múnich, dando lugar a la indignación -más bien pataleta- del régimen, que puso en circulación el término denigratorio de «contubernio» para señalar que algunas personas «de derechas de toda la vida», eso era lo que más dolía, habían entablado conversaciones con «rojos» malos, masónicos y ateos.
Entre los que acudieron al «contubernio de Múnich» se encontraba el democristiano Alfonso Prieto, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Oviedo, quien al regreso fue retenido por la Policía en la frontera, y enviado al destierro de algún apartado lugar de la geografía peninsular durante una temporada. A su regreso, el catedrático refería los detalles de su detención con acento no exento de dramatismo: «Primero me ordenaron que me quitara la corbata, después los cordones de los zapatos...». En este contexto, «aquellas huelgas representaron mucho más que un vasto movimiento reivindicativo laboral, adquiriendo una extraordinaria significación tanto en el orden interno como en el internacional», escribe Rubén Vega.
La dictadura reaccionó frente a la huelga de la única manera que es capaz de hacerlo: con represiones y a palos. De lo contrario no sería dictadura. Particularmente siniestra fue la actuación de un capitán Caro, que adquirió triste fama por los procedimientos que empleaba para interrogar, que fueron frívolamente minimizados por un jerarca del régimen, posteriormente reconvertido en demócrata, que consideraba que rapar la cabeza a las mujeres y hacerlas tragar aceite de ricino y pegarle cuatro palos al contumaz que se resistía a responder a sus preguntas eran cosas de poca monta.
Con este motivo se elaboró un documento de «intelectuales», que copiaba el manifiesto de los intelectuales franceses contra la guerra de Argelia, y mucho antes, la famosa protesta encabezada por Zola que también firmó Marcel Proust. El documento de los «intelectuales españoles», en el que figuraban muchos que posteriormente serían «profesionales de la firma», estaba encabezado por una personalidad incontestable en todos los órdenes, tanto como filólogo y crítico literario, como liberal, aunque apartado siempre de la política, don Ramón Menéndez Pidal, el casi centenario director de la Academia de la Lengua. Quienes fueron a pedirle la firma dudaban de que se la diera. Pero como me contó su sobrino, Álvaro Galmés de Fuentes, al saber de qué se trataba, pidió el pliego, sacó la estilográfica y firmó el primero: «Contra el cabrón de Franco, lo firmo todo». En segundo lugar firmó Ramón Pérez de Ayala.
Un «Homenaje a las mujeres de las huelgas del 62», editado por CC OO, recuerda aquellos sucesos. La obra incluye el documental «A golpe de tacón», de Amanda Castro. Una breve película bien hecha en la que Cristina Marcos otorga veracidad y dignidad al valeroso personaje que interpreta, en tiempos que la palabra «solidaridad» era algo más que un simple lema publicitario a cargo del demagogo de turno.
Ignacio Quintana Pedrós*
*Publicado en La Nueva España el 11 de mayo de 2008. Texto leído en el acto de presentación del libro La furia y el silencio. Asturias, primavera de 1962 de JORGE MARTÍNEZ REVERTE (Editorial Espasa). Este acto, presidido por MERCEDES CABRERA CALVO-SOTELO, historiadora y ministra de Educación, tuvo lugar en la Delegación del Principado de Asturias en Madrid, el 29 de abril de 2008.
La furia y el silencio Jorge M. Reverte |
La narración de este libro la inician el 7 de abril de 1962 siete picadores que decidieron dar la cara, exigiendo que se cumplieran sus reivindicaciones. Fueron siete compañeros de Nicolasa, el pozo minero San Nicolás en la cuenca del Caudal. Concluye esta narración el 10 de junio, cuando los últimos huelguistas se reincorporaron a sus puestos de trabajo. En esos dos meses se había gestado una nueva forma de afrontar las temibles dificultades en las que teníamos que movernos, tanto los que no estábamos de acuerdo con esa dictadura, como aquellos trabajadores que, simplemente para conseguir unas mejoras económicas, unas condiciones de vida más dignas, se vieron inmersos, como sin darse cuenta, en la lucha por la libertad, por todas las libertades.
La exigencia de aquellos siete picadores de Nicolasa, fue la chispa que incendió la pradera. La onda expansiva y solidaria de las huelgas en las minas y, luego, en las fábricas asturianas, se extiende a la industria vizcaína y la vecina Guipúzcoa. El 4 de mayo el gobierno decreta el estado de excepción en esas tres provincias, pero la contención de esa ola será vana. La minería leonesa se suma de inmediato y, a lo largo del mes, Madrid, Barcelona, Puertollano, Cartagena, El Ferrol, Vigo y muchas otras localidades de Andalucía, Aragón, Castilla, Canarias… También se unen estudiantes universitarios, artistas, intelectuales y unas reanimadas fuerzas políticas de oposición a la dictadura. Los jóvenes que participamos en esos acontecimientos, recibimos una clase muy práctica de política. Nos fuimos dando cuenta de que esas huelgas habían cambiado nuestro país. Después de esa primavera de 1962, España fue diferente.
"Hay una luz en Asturias", como cantaba entonces Chicho Sánchez Ferlosio, "que ilumina España entera" porque "es que allí se ha levantado toda la Cuenca Minera". Era una de las versiones de esa copla antifranquista que en esa primavera de 1962 escribió y cantaba Chicho en la Universidad de Madrid, esa ciudad que, digan lo que digan nacionalistas de medio pelo, es una ciudad envidiable, excelente, indomable y generosa. Como lo fue en 1808 o en 1936. Pero volvamos al tema que nos ocupa. Después de las huelgas mineras y en la industria de 1962, 1963, 1964…, siguen unos inacabables quince años, hasta conseguir la democracia española y su Constitución de 1978.
La furia y el silencio se lee como una novela, pero todo lo que se cuenta es verdad. Los hombres, las mujeres y los lugares, lo mismo que los sucesos, son auténticos. Es una historia colectiva que da vida a personas anónimas. Además yo creo que, en esas doscientas ochenta páginas, su autor cuenta cosas nuevas y, sobre todo, de una manera nueva. Algunos mayores solemos sacar a pasear, de cuando en cuando, a nuestros muertos preferidos, publicando sus esquelas conmemorativas. No es el caso, por supuesto, de lo que escribe Jorge Martínez Reverte. Lo digo para animar a los jóvenes de hoy la lectura de este libro.
Su autor ha obtenido múltiples ayudas informativas para escribir esta obra, tanto del Archivo Histórico del Principado, en el que se conservan los informes policiales de aquellos dos meses, como de personas que vivimos esa época en Asturias, y de diversas fundaciones ligadas hoy al movimiento obrero. Las personas que hayan leído La furia y el silencio y quieran ampliar los contenidos de este novedoso libro, les recomiendo los trabajos del historiador asturiano Rubén Vega, y del investigador Benjamín Gutiérrez que, actualmente, dirige la Fundación Juan Muñiz Zapico de Comisiones Obreras de Asturias. Hace seis años esta Fundación impulsó en Asturias el 40 aniversario de aquellos acontecimientos huelguísticos. De su intenso programa de actividades en 2002, permanecen hoy "escondidos" estos buenos resultados: dos trabajosos libros con el título Las huelgas de 1962 en Asturias (tomo 1) y en España (tomo 2), que escribieron una treintena de estudiosos españoles e internacionales coordinados por Rubén Vega; el catálogo de la espléndida exposición Hay una luz en Asturias, con Francisco Zapico Díaz de comisario; y un hermoso documental complementario, "Testigos de las huelgas de 1962", hecho por la Productora de la RTV de Asturias que dirige Francisco Orejas. Con estos sólidos trabajos y poniendo por delante la reciente y sugestiva "novela" La furia y el silencio, esa historia concreta del franquismo está bien preparada para impulsar la difusión de estos contenidos.
Jorge Martínez Reverte, madrileño y asturiano de adopción, es periodista, escritor y, aunque no lo reconoce, historiador, inquietante historiador. Hace unos días, presentando este libro en Oviedo, el periodista Javier Cuervo nos resumió muy bien las características de nuestro común amigo: es laborablemente promiscuo, va a su bola, cuando habla se despacha y cuando escribe factura historias.
Lo que más me interesa, en este caso, es resaltar su labor como historiador. Jorge Martínez Reverte ha seguido los consejos del veterano historiador Santos Juliá, confiando siempre en las fuentes primarias al escribir Historia. Por eso sus batallas de la guerra civil española siempre han sido potentes obras de gran éxito: La Batalla del Ebro, La Batalla de Madrid o La caída de Cataluña. Sus admiradores estamos esperando que complete esta serie con el imprescindible y posible nuevo título La caída del Frente Norte, que incluye la pronta caída del País Vasco y su ineficaz "cinturón" de Bilbao en 1937 (¡benditos gudaris!); la tremenda debacle de Santander; y, finalmente, la numantina "Maginot Cantábrica" y la desconocida Batalla del Oriente de Asturias, con las que, bien guiados por el reconocido historiador y montañero Luís Aurelio González Prieto, recorreremos con detalle los viejos escenarios de la guerra civil española en Asturias y León..
Gracias, Jorge, por La furia y el silencio. Nos queda pendiente La caída del Frente Norte.
El autor madrileño presenta mañana en la Universidad de Oviedo 'La furia y el silencio', un repaso de las movilizaciones obreras en Asturias en 1962
Alberto Piquero
Jorge Martínez Reverte, rodeado de libros. [Fotografía: M. Atrio] |
-¿Qué le ha movido a evocar 46 años después la huelga minera del 62?
-En mi época de militancia antifranquista, las huelgas de Asturias siempre fueron un mito. Después, yo he ido mucho por Asturias y conocí a gentes que habían estado en esa lucha, que me ofrecieron una versión distinta de la que tenía, menos épica, pero para mejor, más interesante y capaz de enseñar cosas.
-¿Menos épica quiere decir menos heroica?
-Fue heroica, pero de una forma diferente a lo que había ocurrido en 1934 y en la guerra civil. Se trataba de gente nueva. Y su empeño fue ejemplar.
-El último guerrillero había muerto en 1951. ¿Comenzaba otro modelo de oposición a la dictadura?
-Otros métodos adecuados a la situación. Hay hijos y hermanos pequeños de los 'maquis', que siguen en la memoria, lo que no se hereda es la fórmula. Y tampoco tiene precedentes la gran solidaridad que se manifiesta durante la huelga.
-¿Cuál es la magnitud y el significado histórico de la misma?
-Repercute en todos los centros laborales de importancia, particularmente en la minería y el sector metalúrgico. Es una huelga general en un país donde estaba prohibida la palabra huelga. Y se prolonga a lo largo de dos meses, aún cuando no se disponía de fondos de solidaridad. El eco es gigantesco en el resto de España, a pesar de que a esos lugares apenas llegaba una información escasa.
-Dice que no existían fondos de solidaridad, pero algunos de los encarcelados posteriores lo fueron por participar en la creación de los mismos...
-Matizo. No existían fondos de solidaridad suficientes. Hubo personas de UGT y del PCE que organizaron esas ayudas, pero las cantidades recaudadas en el exterior, siendo magníficas, eran muy limitadas para un conjunto de 40.000 huelguistas mineros. La solidaridad también se expresó por parte de los tenderos de las cuencas, muchos de los cuales no eran de izquierdas, en forma de pagos aplazados.
-¿Qué importancia tuvieron las mujeres de los mineros?
-Esencial. Debían dar de comer a la familia con los recursos restringidos. Y las militantes sirvieron de correos y de comunicación con las cárceles. Y se enfrentaron directamente a la policía.
-¿Y el movimiento cristiano progresista?
-La JOC y la HOAC fueron los primeros en trabajar de manera organizada. La huelga se inició de manera espontánea. Pero el mayor peso lo llevó el PCE, con socialistas a título individual o afiliados del FLP. El PCE adquirió su envergadura definitiva contra la dictadura en ese periodo.
-¿En qué provincias españolas hubo mayor respaldo?
-Hubo respaldo y emulación entre los braceros de Jerez, que lograron reivindicaciones semejantes. Y, claro, en los cinturones obreros de Cataluña, País Vasco y Madrid La detención de mujeres que se habían concentrado en una manifestación en la Puerta del Sol, junto a la reacción de los intelectuales, hizo que trascendiera al plano internacional. Uno de los escritos de los intelectuales estaba firmado por Menéndez Pidal, que era de derechas, pero odiaba a Franco.
-¿Y la famosa 'Pirenaica'?
-Que emitía desde Bucarest... Su éxito en ese momento es que dio una información precisa, aunque exagerara un poco. Así se ganó a los mineros. Por cierto, el enlace en París era el periodista asturiano Eduardo García Rico.
Jorge Martínez Reverte plasma en «La furia y el silencio» su fascinación por las huelgas asturianas de 1962, a las que regresó a buscar los nombre propios y el factor humano.
Marco Palicio. Fotos: Archivo
El día que los caminos de los pozos amanecieron llenos de granos de maíz, ya las miradas de complicidad habían hecho su trabajo. El maíz, lo entendieron todos, llamaba «gallinas» a los mineros que no se habían sumado a la huelga; las miradas ya habían pactado la protesta en el idioma muy particular de la primavera asturiana que alteró el franquismo. Es la Asturias de 1962 y su «huelgona» hecha en silencio, sin grandes algaradas. Son los códigos secretos elevados a principios fundamentales de una gran protesta tranquila y espontánea que salió del Principado, recorrió España, agitó los cimientos del régimen y marcó un punto y aparte en el moviemiento obrero español. Desde que los siete primeros se negaron a picar en Nicolasa, los más de 40.000 mineros parados en Asturias, los otros 20.000 que les secundaron en el resto del país, los quinientos detenidos y los más de cien deportados lo hicieron posible: «España ya no será la misma a partir del final de las huelgas, (...) estos hombres han perdido el miedo». Con esta certeza termina y se justifica «La furia y el silencio» (Espasa), la narración recién publicada que culmina el intenso trabajo de campo efectuado por el escritor y periodista madrileño Jorge Martínez Reverte.
Hacía tiempo que le había fascinado la «épica tranquila» del levantamiento asturiano, «un mito y un referente para los que estuvimos en movimientos de oposición al franquismo», y por eso se marchó hasta aquella primavera de 1962 a buscar algo nuevo que contar. Retrocedió en el tiempo a por carne, a sumergirse y narrar en directo, en presente vivo, la historia de las cuencas mineras asturianas entre el 6 de abril y el 10 de junio de hace ahora 46 años -aunque después el conflicto se reproduciría en agosto y septiembre y en algunos momentos de 1963-. Buscando los nombres propios y los rostros del sufrimiento y de la heroicidad en aquellos hombres y mujerers que pelearon en silencio, sumergido entrevistando a protagonistas, el escritor encontró también valiosos relatos oficiales, informes de la Policía y la Guardia Civil de la época con reveladoras perspectivas nuevas sobre el conflicto visto desde dentro, desde el otro lado pero también desde dentro.
Inteligencia colectiva
Con esas pinceladas de vida pinta Reverte el paisaje de la batalla. Así aparecen los doce kilómetros que Francisco Fernández, «El Toru», minero y falangista, veterano de la División Azul, debía caminar en medio de la noche para ir a trabajar a Nicolasa porque desde que le cambairon el turno no llegaba a ningún tren, o la historia de Amable Vallina, barrenista en El Sotón, cuando no veía el sol más que los domingos. O que Anita Sirgo y las hermanas Celestina y Carmen Marrón, militantes de izquierdas fuertemente represaliadas, fueron tres de las muchísimas mujeres que decidieron encargarse de mantener el ánimo de sus maridos cuando la huelga activaba el hambre y, sorteando a las fuerzas del orden, de esparcir maíz a las entradas de los pozos para tratar de agitar las conciencias y prolongar los paros.
De ahí la atracción que ha ejercido siempre, Reverte lo ha publicado el último, este «interesante proceso de solidaridad, de lucha con sistemas nuevos. Son miradas, es maíz... Participan familias enteras, la gente de derechas fía en las tiendas a personas que están consideradas como comunistas... Ese movimiento que afecta a una sociedad entera resulta fascinante», confiesa el escritor. Ahí aparece la «inteligencia colectiva» que el escritor le vio a la «huelgona». Porque pese a la dirección difusa del movimiento «no hubo actos de violencia y se consiguió evitar todo tipo de provocación que pudiese haber dado al régimen el pretexto para una intervención de más envergadura». Y por eso detrás de los mineros y de sus familias se pusieron en aquella primavera tantos y tan diferentes: movimientos de inspiración cristiana, militantes comunistas, socialistas intelectuales, sacerdotes, estudiantes... Al relatar el proceso de adhesión a la primera espontaneidad minera, dice Jorge Martínez Reverte que «empezaron a actuar primero movimientos de inspiración cristiana -JOC y HOAC, sobre todo-, que no tenían tradición de lucha obrera. Se empezaron a sumar después socialistas de forma individual, poruqe el partido no era partidario de intervenir en estos conflictos, y entraron los comunistas de lleno, de manera muy voluntariosa. Hay alguna referencia de que son importantes los discursos transmitidos a través de Radio Pirenaica y de que el Partido Comunista gana cada vez más prestigio mientras los cristianos derivan después hacia otras organizaciones porque la Iglesia los reprime».
Así fue como «La furia y el silencio», tan difíciles de unificar fuera de la Asturias de 1962, se casaron en muchísimas historias con nombre y cara, empezando en aquel 6 de abril de 1962, cuando se plantaron «los siete de Nicolasa». Eugenio Muñiz, uno de ellos, insiste desde Mieres en que «ni tuve ni tengo» vinculación política y en que tampoco la había entre sus compañeros. «Revolucionariu siempre», dice, pero sin motivación política. De hecho, recuerda, otro de los precursores era El Toru, el falangista; los demás, José del Caz, Aníbal Álvarez, Jovino Ardura, Abelardo Panadero y Eladio Gueimonde. Éste, que reside en Palencia, que tiene ahora 66 años y atizó el conflicto a los veinte, recuerda que ganaban «cien pesetas al día» por picar carbón durante siete horas y que decidieron parar para protestar sólo «por dinero». La política, coinciden, vino después. El caso es que la difusión de su ejemplo prendió la mecha de otras paciencias a punto de explotar, que pasó de Mieres a Turón y de allí al Nalón, a la Camocha, a otras industrias y a puntos del País Vasco, Cataluña, Andalucía... Y de allí a la dura represión de un régimen desconcertado por la protesta silenciosa y pacífica de aquellos mineros asturianos con tanta fama de fieros alborotadores.
Los represores recuerdan Octubre del 34, la guerra civil o la dureza de las protestas obreras de 1959 y no se dan cuenta, tal vez, de que éstos son distintos. Una de las claves del movimiento, dice Martínez Reverte, se identifica en que los huelguistas del 62 «no actúan como los represaliados de la guerra, sino que son gente nueva, joven. Ésta es una huelga que surge por una cuestión salarial y de condiciones de trababjo. Fue el propio régimen el que la conviertió en una huelga política». El franquismo vio muchos fantasmas detrás de unos mineros que simplemente llegaron a la conclusión de que su recompensa no casaba con el esfuerzo y sólo querían «ganar un poco más y vivir un poco mejor», recuerda Gueimonde. Y es que en el origen del relato, cuenta Reverte, están sus visitas a Asturias y la sensación, «al acercarme a las Cuencas», de que «todo aquello había sido muy distinto, mucho más rico de lo que yo recordaba. Me interesó mucho deshacer el tópico según el cual parece que lo encabezaron militantes políticos. En realidad, fue una dirección colectiva y muy espontánea que se fue canalizando y de la que aprendieron mucho los partidos de oposición al franquismo». «Nadie convocó la huelga y nadie la desconvoca», se lee en la parte del relato donde todo empieza a terminar.
Porque la huelga se desarrolla «sin dirección». A pesar de que fue duramente reprimida, «con quinientos detenidos y mucha más gente que recibió castigos en las comisarías», las autoridades «no encontraron el menor dato que les permitiera decir que detrás había un complot político». Y aunque el 4 de mayo se decretó el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, aunque el ministro secretario general del Movimiento, José Solís, se presentó en Asturias el día 15 para tratar de apaciguar los ánimos y a pesar de que las detenciones, torturas y deportaciones -sobre todo a Valladolid- se hicieron moneda de uso corriente, la huelga triunfó.
Triunfó si es un triunfo la «victoria amarga» que Reverte relata en el libro. Produjo, eso sí, un cambio decisivo en la estructura de las relaciones entre patronos y obreros, sustituyendo el sindicalismo vertical del franquismo por las primeras comisiones obreras, y ganó algo más que más dinero para los mineros -«de 3.000 a 6.000 pesetas al mes, en algunso casos», recuerda Gueimonde-. De modo paralelo, el interés de la prensa internacional y la tozudez de Radio España Independiente -la «pirenaica»- dio al traste con el lavado de cara en el exterior que buscaba el franquismo como paso previo a solicitar su entrada en el Mercado Común, algunos grupos de oposición antes enfrentados tendieron puentes y encontraron coincidencias... Pero, sobre todo, aquellos hombre y mujeres habían perdido el miedo.
Los recuerdos de algunos protagonistas | ||||
Eugenio Muñiz / minero
«Alguna hostia llevamos todos» Eugenio Muñiz recuerda la hora, «las cuatro menos veinte de la madrugada». Sonó el tiembre, se levantó a abrir la puerta y se encontró a «una pareja de la Guardia Civil, uno de ellos apuntándole». Nada excepcional en la primavera de 1962. El ex minero, 75 años ahora y 32 de ellos trabajando bajo tierra, fue uno de los que se hartó aquel 6 de abril y planeó el primer plante de Nicolasa «en una reunión en el cuarto de aseo». De allí salió la huelga que se extendió por España sin pretenderlo, un paro sólo «por el dinero, porque gaábamos muy poco, aunque todo el que protestaba ya era considerado rojillo y luego es cierto que se politizó». Llegó el despido -«fuimos a juicio y ganamos», se enorgullece-, la obligación de presentarse «cada dos o tres días» en el cuartel de la Guardia Civil y la obsesión por separar a «los siete de Nicolasa», que al él le llevó «castigado a Polio». «Alguna hostia llevamos todos», recuerda el ex minero mierense, y eso que no fueron ellos, «los cabecillas», los peor parados de la represión, pero mereció la pena. Al menos porque pasadas las huelgas, continúa Muñiz, «todo cambió al cien por ciento». Todo son los salarios de los mineros, pero también la relación entre los obreros y los patronos. «Se notaba que había otro control, otro tratamiento. Antes no te podías dirigir a ellos, ni a un policía o a un guardia civil, porque ibas directo al cuartel». |
Anita Sirgo / mujer de minero
«Fuimos decisivas, su lucha era la nuestra»
«Su lucha era la nuestra». La justificación de Anita Sirgo lleva dentro la de todas la mujeres de mineros que asumieron el conflicto. Un mes después de la primera huelga, recuerda, la estrangulación económica a que el régimen quiso someter a los mineros sublevados estuvo a punto de dar sus frutos. «Veíamos que iban a volver a entrar y perder un mes de lucha y teníamos que evitarlo». Así llegaron las reuniones, el maíz en los pozos y hasta un encierro de ocho días en la catedral de Oviedo para pedir la libertad de los detenidos. Y todo doblando el sacrificio, en la pelea y en casa: «Yo trabajaba en un bar en Lada y llevaba a los presos la comida que sobraba de las bodas». Había llegado el hambre y para Anita, cuya lucha inspiró el cortometraje «A golpe de tacón», cuatro meses en la cárcel, donde coincidió con su marido, con el que se comunicaba golpeando a taconazos las paredes del calabozo. Le raparon el pelo, la torturaron, pero a sus 78 años sigue sabiendo que allí las mujeres «fuimos decisivas». |
Eladio Gueimonde /minero
«Sigo siendo rebelde, pensando lo mismo»
«Éramos jóvenes, a lo mejor los que menos teníamos que perder», Eladio Gueimonde no sabe a ciencia cierta por qué ellos «los siete de Nicolasa», pero tampoco importa demasiado, ya fuera eso o «el ímpetu rebelde» lo que les empujó hacia la certeza de que «había que dar la cara». Él tenía veinte años y también recuerda que la política le quedaba muy lejos, que «lo que nos preocupaba era ganar más, ir al baile a Riosa y vivir un poco mejor». La política vino después porque «los partidos aprovechan las circunstancias». Lamenta las represalias, que él y sus compañeros sufrieron menos que otros, pero también acepta que tras las huelgas cambió el paisaje de los pozos. A sus 66 años, se siente «muy orgulloso de lo que hice y volvería a hacerlo si tuviera seis compañeros como auqellos. Si ahora trabajara seguiría siendo rebelde, sigo pensando igual que entonces». Y no se olvida de las mujeres, «las heroínas de la huelga. Sin ellas no habríamos resistido. Yo las nombraría catedráticas de Economía». |
CC OO homenajea a las mujeres que apoyaron desde diversos flancos las huelgas mineras de 1962; una protesta que mostró a media Europa las injusticias del régimen
Ramón Muñiz
Mujeres que apoyaron las huelgas de 1962, con el obsequio de CC OO, ayer. [Fotografía: M. Rojas] |
Ahora que la han dejado un rato está ahí, tirada en el suelo de la celda, dando golpecitos en la pared con su zapato de tacón. De repente, tras el muro alguien devuelve la señal y la muchacha escucha primero y sonríe después, aliviada. Acaba de descubrir que su marido está como ella, machacado, sangrando y vivo, en el calabozo contiguo.
Durante 40 años, España la dirigía alguien que tenía la existencia de Dios tan clara como la necesidad de detener, encerrar o torturar a todo aquel que, como Anita Sirgo, nuestra mujer del viejo zapato de tacón, tuviera la ocurrencia de hablar de cosas que «atentan contra el natural». «Sabíamos que no íbamos a poder cambiarlo, que nos iban a masacrar, pero lo que buscábamos con aquello era que toda España, y el extranjero, se enterara de las injusticias que cometía el régimen todos los días».
«Aquello» fueron las huelgas mineras de 1962, unas oleadas que empezaban una semana en un pozo para protestar contra las condiciones laborales y que, semana tras semana, lograban contagiar hasta a los trabajadores de Bilbao y a los noticieros de media Europa. Ayer el sindicato CC OO se propuso, aprovechando la celebración del Día de la Mujer, hacerles un homenaje a las hermanas, madres y esposas de aquellos mineros. «Son mujeres que lucharon doblemente: por la libertad en este país y porque las mujeres tenían un papel que jugar en el país», ensalzaba el secretario general Antonio Pino.
Atrevimiento
En la foto las ven: tienen arrugas y están viejas. Es decir, tienen todo lo que hay que tener para que los jóvenes de esta época las miren y pasen de largo, caminando por la calle, entre carteles electorales y escaparates. Hoy es día de reflexión, de aburrirse pensando en el voto. Ya no es tiempo de «meterse en la cama y tener miedo a que picaran a la puerta para llevarte presa», como rememora Tina Marrón.
Pese al miedo, ahí donde las ven, esas mujeres iban de comercio en comercio, pidiendo comida para llevar a los presos, apañándoselas para enterarse de dónde iban los mineros a cortar carreteras y así enviar un parte a Radio Pirenáica.
Hacían eso y, con el mismo atrevimiento, se plantaban a la puerta de los pozos y echaban granos de maíz a los pies de los mineros esquiroles, «para que vieran lo gallinas que eran a ojos de las mujeres», según relata el historiador y experto en lucha obrera Benjamín Gutiérrez.
Aguantaron los palos con una ilusión: que la idea de vivir en un país libre, como una semilla, creciera en los demás.
La «huelgona» del 62 movilizó a los intelectuales españoles contra el régimen por la falta de libertades
Mieres / Langreo, Miguel Á. Gutiérrez
Participantes en la «huelgona» en un homenaje celebrado en 2002, en Mieres, con motivo del 40 aniversario del conflicto. [Fotografía: Juan Plaza] |
La protesta en negro sobre blanco era la expresión escrita del malestar que se vivía en las calles de España, con frecuentes movilizaciones de intelectuales y estudiantes que convirtieron el «Asturias, Patria Querida» en un símbolo de apoyo a los huelguistas. El mundo de la mina también se convirtió en una fuente de inspiración y de militancia democrática de algunos creadores como Picasso y su popular dibujo de una centelleante lámpara minera que deshace las sombras. La literatura también encontró un fértil caldo de cultivo en la temática carbonera y la resistencia obrera tras el 62.
En ese año las huelgas marcaban el camino de la reacción contra el régimen y los intelectuales no pudieron abstraerse del clima de agitación social generado por la revuelta. «Por lo que a nosotros se refiere -hombres de vocación intelectual, obligados a la orientación y la crítica- hemos de pensar que nos compromete alguna suerte de manifestación, ya que sería absurdo e inmoral que, por propio decreto, nos consideremos ajenos y desligados de las realidades colectivas que nos envuelven», rezaba el escrito encabezado por el presidente de la Real Academia de la Lengua, Ramón Menéndez Pidal. La pluralidad ideológica de la lista de firmas -con comunistas, cristianos, ex dirigentes de la CEDA e incluso antiguos falangistas- refuerza el impacto político del manifiesto.
Manuel Fraga Iribarne -director del Instituto de Estudios Políticos y elegido por los intelectuales para trasladar la carta a Franco- fue el primero en recibir la carta, pero no el único. La misiva también fue enviada a las embajadas y a la prensa extranjera, lo que estimula las simpatías hacia la causa huelguística de la opinión pública internacional.
El primer manifiesto de 25 intelectuales fue secundado posteriormente por escritos de adhesión apoyados por cientos de pensadores, escritores y artistas dentro y fuera de las fronteras españolas. Algunos de ellos son exiliados y otros muchos son extranjeros como André Breton, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir.
Manifiestos, poemas y pinturas convirtieron la rebelión de la mina en la revolución de la artes. El frente intelectual contra el franquismo estaba abierto.
Los paros mineros del 62 provocaron una oleada de solidaridad a nivel mundial y frustraron el ansia europeísta del régimen
Mieres / Langreo, Miguel Á. Gutiérrez
Manifestación celebrada en Bruselas en apoyo de los mineros asturianos tras las huelgas desatadas en la primavera de 1962. Fotografía cedida por la Fundación Juan Muñiz Zapico -reproducción de Fernando Rodríguez- [Foto: Archivo Fundación 1º de Mayo] |
El conflicto social de 1962 evidenció la naturaleza dictatorial del régimen, que por aquel entonces buscaba legitimarse con su acceso al Mercado Común Europeo. La falta de libertades y la represión derivaron en una oleada de solidaridad inteligentemente explotada con fines políticos por la oposición en el exilio. En las movilizaciones jugaron un papel fundamental los españoles emigrados, así como las organizaciones políticas y sindicales de izquierda. Los sucesos de 1962 también alentaron un cambio de rumbo en los tolerantes planteamientos de algunos gobiernos occidentales -como Estados Unidos- que hasta entonces veían en el franquismo un mal menor que podía actuar como aliado y dique de contención frente a la expansión del comunismo.
Sin embargo, el principal golpe para la política del franquismo fue el truncado acercamiento a Europa. El cambio de estrategia dentro del gabinete de Franco ya se había fijado años antes, con la puesta en marcha del plan de Estabilización y la entrada en escena de los tecnócratas ligados al Opus Dei. Éstos últimos -en contraposición a la Falange, partidaria de mantener las estructuras autárquicas- defendía una racionalización económica que necesariamente incluía la apertura al exterior para ganar mercados y revitalizar la economía nacional.
Según recoge el historiador Rubén Vega en el libro «Las huelgas de 1962 en España y su repercusión internacional» -editado por la Fundación Juan Muñiz Zapico- el 9 de febrero el Gobierno español solicitó, en términos textuales, la apertura de «una negociación susceptible de llegar en su día a la plena integración» en el Mercado Común Europeo. El conflicto obrero frustró esa aspiración, al quedar al descubierto los reprobables déficits democráticos del régimen. De hecho los primeros contactos, meramente superficiales, no se produjeron hasta casi tres años después.
La reacción del franquismo ante la reunión del IV Congreso del Movimiento Europeo celebrado en junio en Múnich -interpretado por algunos historiadores como una respuesta a lo que habían supuesto las luchas mineras- tampoco ayudó a mejorar la imagen del régimen. En el encuentro participaron representantes de la oposición antifranquista de los sectores más diversos, desde socialistas hasta monárquicos, en lo que supuso -según palabras de Salvador de Madariaga- la escenificación del fin de la guerra civil. La feroz campaña de descrédito del régimen hacia el famoso «contubernio» no hace más que acrecentar los temores de la opinión pública internacional.
La reunión de Múnich fue, en cierta medida, el traslado a la moqueta de las huelgas obreras de España. Sin embargo, hacía meses que el apoyo estaba en la calle con manifestaciones de solidaridad que recorrían toda Europa con la «Internacional» cantada en español o la exhibición de banderas republicanas como símbolos de rechazo al orden político franquista.
Pese al papel de los partidos y los exiliados, la oleada de solidaridad no sólo tuvo apoyos políticos. Colectivos de intelectuales y asociaciones de derechos humanos también reaccionaron con determinación para movilizarse contra la ausencia de libertades en España. Estas protestas se acompañaron con recogidas de firmas y la recaudaciones de fondos para los represaliados. Nicolasa había traspasado fronteras. La «huelgona» ya era global.
La «huelgona» del 62 supuso el resurgimiento del movimiento obrero, cohesionó a la oposición y reveló la vulnerabilidad del régimen por primera vez desde la guerra civil
Langreo / Mieres, Miguel Á. Gutiérrez
Mineros asturianos deportados tras la «huelgona» del 62, en una reunión mantenida en León. Fotografía cedida por la Fundación Juan Muñiz Zapico, reproducción de Fernando Rodríguez |
Tenían razones para el desasosiego. La represión inicial se había revelado inútil. Por eso, al estado de excepción decretado por el Consejo de Ministros el 4 de mayo en Asturias, Guipúzcoa y Vizcaya le siguió un cambio de estrategia basada en la negociación. Franco no manda a un interlocutor cualquiera. Envía a un ministro -José Solís, secretario general del Movimiento- para tratar directamente con los mineros, en un hecho inédito hasta entonces. Todas las pretensiones de los huelguistas son atendidas y se inicia un regreso escalonado a los pozos. Sin embargo, el precio de la paz social alcanzada es demasiado alto para el régimen franquista que, por primera vez desde el fin de la guerra civil, se muestra vulnerable.
La «huelgona» del 62 tuvo múltiples efectos colaterales. A la evidente mejora de las condiciones laborales de los mineros (con un aumento salarial que en muchos casos llegó a duplicar los sueldos) hubo que sumar repercusiones políticas de mucho más calado para el país. El conflicto social, en el participaron directamente cristianos de base y algunos sectores del clero, fracturó la hasta entonces inquebrantable entente entre Estado e Iglesia. Los paros y la posterior represión también contribuyeron a cohesionar a la oposición antifranquista, así como a movilizar a buena parte de los intelectuales del país en la denominada «insurrección firmada».
Sin embargo, uno de los efectos más importantes de la huelga iniciada en Asturias fue el resurgimiento del movimiento obrero como forma de resistencia activa contra el orden establecido. El propio Stalin había aconsejado a los dirigentes comunistas en el exilio que debían orientar los esfuerzos a combatir el régimen «desde dentro». Ese renacimiento sindical se plasmó en la eclosión de una nueva generación de dirigentes, la consolidación de las comisiones obreras y la sentencia definitiva del Sindicato Vertical, arrinconado por el propio régimen, que optó por negociar directamente con los representantes de los huelguistas ante la necesidad de contar con un interlocutor válido.
La huelga también destapó las contradicciones del régimen y la lucha de poder entre la Falange y los tecnócratas ligados al Opus Dei, que habían introducido el plan de estabilización y medidas de racionalización económica que incluían la congelación de salarios, la apertura al exterior y, en definitiva, la superación del período autárquico. En ese clima, Solís -enviado de Franco conocido como la «sonrisa del régimen»- trató de ganarse con sus concesiones el beneplácito de los mineros, para obtener así una victoria política y recuperar el terreno perdido por la Falange en los órganos de poder franquistas.
En lo que casi todos los historiadores coinciden es en que la «huelgona» del 62 marcó un hito en el devenir de la Historia reciente de España que puso en jaque a las estructuras del régimen. Así lo explica Francisco Palacios, profesor de Historia, para quien los paros de 1962 supusieron «una fractura» para los cimientos del régimen, así como «gran descrédito a nivel internacional».
Eugenio Muñiz, uno de los «siete de Nicolasa», relata la tensión vivida y las visitas de la Guardia Civil a su casa de Mieres en plena madrugada
Ablaña (Mieres), M. Á. G.
Eugenio Muñiz, uno de los siete picadores de Nicolasa sancionados en 1962, en una imagen tomada ayer, junto al castillete del pozo. [Foto: Fernando Geijo] |
Muñiz formaba parte del grupo de siete trabajadores que dieron origen al conflicto obrero: «Sé que tres de ellos murieron, creo que otro vivía en Gijón y al resto les perdí la pista», indica este ex picador de Nicolasa. Eladio Gueimonde, uno de esos compañeros, vive actualmente en Palencia y el domingo pasado también relató en LA NUEVA ESPAÑA las experiencias vividas durante la «huelgona» del 62.
Eugenio Muñiz nunca tuvo miedo a significarse laboralmente. «Al que subía un par de veces a reclamar al ingeniero ya le llamaban comunista. Al final se beneficiaron muchos compañeros de aquella huelga porque la situación mejoró mucho».
Este mierense de 74 años se autocalifica «de izquierdas», aunque precisa que nunca militó en partido alguno. «Nunca estuve metido en política, pero sí es verdad que era un poco revolucionariu, porque jamás me callé ante nadie cuando creía que lo que defendía era justo». La reacción de la empresa ante la decisión de los «siete de Nicolasa» de dejar de picar carbón el 7 de abril no se hizo esperar. Sancionó a los trabajadores a la espera de resolver el expediente sobre su despido definitivo. «Cuando se enteraron el resto de compañeros decidieron no entrar a trabajar», rememora Muñiz, que tenía tres hermanos trabajando en San Nicolás.
Al ex minero no se le olvida «la solidaridad de los compañeros» ni la represión posterior al estallido del conflicto. «Cada poco me llevaban al cuartel y un día la Guardia Civil vino a buscarme a casa a las cuatro de la mañana y con el fusil por delante. Me trataban como a un criminal cuando yo sólo quería mejorar mis condiciones de trabajo y que me subieran el sueldo», recuerda.
Después de Nicolasa, Muñiz pasó por Barredo y el pozo Entrego, explotaciones en las que también fue sancionado como represalia por la empresa. «Me tenían enfiláu, pero no me arrepiento porque había que dar la cara», concluye.
Ciento veintiséis mineros asturianos fueron deportados a otras provincias en un intento de la dictadura por dejar sin líderes a un movimiento obrero fortalecido tras la huelga del 62
La «huelgona» de 1962 se dio por finalizada una vez que los obreros consiguieron una serie de beneficios sociales y salariales. Sin embargo, poco después de su conclusión, el descontento por la mala aplicación de estos avances provocó una nueva huelga, en el mes de agosto. La dictadura intentó sofocar el paro de forma expeditiva, deportando a los líderes mineros de cada pozo y a aquellos obreros «subversivos» que ya estaban «fichados». En total se desterró a 126 personas, que fueron a parar a algunas de las zonas más pobres de España. La situación duró 15 meses.
Langreo / Mieres, Luisma Díaz
La deportación fue el método utilizado por el régimen franquista para intentar que la segunda gran huelga del 62 fracasase: la dictadura pensó que, si se «extraían» a los líderes obreros de su lugar de trabajo, el resto de mineros dejaría de protestar. El segundo gran paro de este año se originó a causa del incumplimiento de una de las promesas a las que se comprometió el Gobierno tras la primera huelga, que concluyó en el mes de junio: el pago de 75 pesetas por tonelada de carbón extraída a los trabajadores. En agosto, los mineros comenzaron a hartarse de que esta cantidad, que podía ayudar a completar su salario, no repercutiese en quien sacaba el carbón.
«La mayor parte del dinero se quedaba por el camino», relata Vicente Gutiérrez Solís, actual presidente de la Federación de Vecinos de Langreo y uno de los obreros deportados tras la «huelgona». «Se lo quedaban entre capataces, vigilantes y gente del Sindicato Vertical. Al final el trabajador no veía ni un duro», indicó Gutiérrez Solís. Los 126 obreros fueron deportados a varias regiones, por lo general, de las más pobres del país en aquella época: Lugo, Zamora, León, Valladolid, Soria, las provincias extremeñas, AndalucíaÉ «donde encontramos la solidaridad de la gente más humilde».
Las huelgas del 62 supusieron la primera gran contestación de la sociedad civil contra la dictadura franquista. «Toda una generación», según Avelino Pérez, que permaneció en el exilio desde el 62 al 75, «hijos de vencidos y también de vencedores de la guerra civil demostramos de la dictadura que no tenía futuro. El único camino era la democracia».
«Cuando había huelga acababa en la cárcel», asegura Luis Vázquez, de Mieres
Paxío (Mieres), José Luis Salinas
Luis Vázquez salió un día de abril de 1962, junto a otros 25 compañeros del pozo Barredo, de Mieres, en dirección a una cárcel de Valladolid, allí pasó 27 días. Su «pecado», según recuerda, era haber sido uno de
Luis Vázquez, en su casa de Paxío. Foto: [Fernando Geijo] | |
A pesar de todo, asegura que «había muchos compañeros muy temerosos, que hablaban mucho antes de iniciarse las movilizaciones, pero que cuando comenzaban se echaban para atrás». Tras su «viaje» a Valladolid, Vázquez regresó a Asturias, pero la historia volvía a repetirse unos meses más tarde, concretamente, el 6 de septiembre de 1962. Ese día, el minero mierense, tras participar en una gran movilización, fue de nuevo encarcelado por la Guardia Civil. «Hasta el 4 de mayo de 1963 no volví a casa. Durante ese tiempo estuve cuatro meses en Cuenca y otros tantos en León, en ésta última ciudad junto a otros compañeros pedimos en varias ocasiones trabajo, pero en cuanto se enteraban de que éramos deportados asturianos nos decían que no», señaló. El culpable de sus encarcelamientos durante esos años fue su capataz, según cree. «Me quería muy mal, cada vez que había una huelga yo acababa en la cárcel». La última vez que regresó a Asturias, a su puesto de trabajo, la situación había cambiado mucho. «Me mandaron a los relevos y a conservar pozos, cuando tenía la categoría de posteador, y en el primer mes de paga me quitaron 4.000 pesetas de la nómina, pero en esa época no se podía hablar», afirma. Hace apenas un mes, se encontró en un bar de Mieres con el que había sido su capataz durante aquellos años. El minero, que se jubiló en 1971, no quiso ni hablar con su jefe, a pesar de que éste último sí intentó acercarse. «Parece que no se acordaba de lo que me había hecho pasar», sentenció.
Avelino Pérez huyó del cuartel de la Guardia Civil de Sama y permaneció trece años exiliado en Toulouse (Francia)
Langreo, Luisma Díaz
Avelino Pérez, ayer, en la zona de Sama donde se arrojó al río para escapar de la Guardia Civil. Foto: [Fernando Rodríguez] |
«Formaba parte de uno de los dos comités que tirábamos propaganda durante la huelga», recuerda Pérez. Junto a él, otros dos mineros, Luis Fernández y José Luis Fernández, y dos albañiles, Florentino Vigil y Ramón García. «La huelga no era sólo cosa de la mina, era algo de todos», recuerda el histórico socialista langreano, que cuando estalló la huelga trabajaba en el pozo Venturo. «Teníamos los aparatos de impresión en El Ceacal, en Tuilla», continúa. Todos ellos sabían que tenían sus domicilios vigilados para que el día que regresasen pudieran ser detenidos. Pese a ello, Avelino Pérez volvió a su casa. «Mi mujer estaba embarazada de siete meses», rememora. En ese momento la Guardia Civil lo atrapó y se lo llevó al cuartel de Sama, situado en la calle Dorado. «Mi esposa y mi suegra quisieron esconderme, pero preferí salir, para que ellas no pagaran por mí», afirma Pérez. En cuanto le quitaron las esposas logró escapar, iniciándose una peligrosa persecución que duró dos días.
«Eché a correr cuanto pude. Entonces oí que disparaban por detrás y entonces sí que perdí el culo corriendo. Llegué al parque de Sama y allí salté una verja que había. Los guardias iban bastante atrás», relata Avelino Pérez. Entonces, cuando parecía que iba a poder despistar a sus perseguidores, se encontró cara a cara «con los grises», que estaban patrullando. «No me lo pensé dos veces y me tiré al río», a la altura de lo que hoy en día es la calle Cervantes. «Había una riada bastante gorda. Siempre había sido un buen nadador, pero era demasiado». Por eso decidió refugiarse en la desembocadura del colector que viene de la zona de Modesta. «Los guardias bajaron a buscarme con linternas, pero no me encontraron. El hedor era insoportable».
Pérez aguardó a que la búsqueda cesase para lanzarse definitivamente al río. «Suponía que me iban a seguir buscando por allí. Por eso me dejé llevar por la fuerte corriente, para alejarme». A la altura del pozo Fondón logró salir del agua. Tenía un destino claro en su cabeza: la zona de la Güeria Carrocera, donde tenía amigos y compañeros que lo ayudarían. «Tardé día y medio en llegar a la Güeria por el monte», afirma Pérez, «iba calado del todo. El catarro me duró mucho tiempo». Tras mes y medio escondido en una casa de Les Felechoses, pudo emprender viaje a Erandio (Vizcaya). Allí, el que fuera secretario general de los socialistas vascos, Ramón Rubial, lo acogió un mes, «hasta que tuve preparados los papeles y un guía para pasar a Francia», Pérez tardó cinco años y medio en ver a su hija pequeña y permaneció, hasta 1975, en Toulouse, trabajando de escayolista.
El retorno no fue fácil, pese a que Franco ya estaba muerto. «Pasé la frontera sin problemas y celebré las Navidades en familia. El día 27 fui a la Policía para evitar problemas y me confiscaron toda mi documentación, pero gracias a Gregorio Peces Barba» (que acabó siendo uno de los ponentes de la Constitución) «pude recuperarla». «Estoy orgulloso de estar donde estuve porque fue una forma de luchar por la democracia», concluye.
Vicente Gutiérrez estuvo desterrado en Soria y en León, donde «quisieron agotarnos económica y físicamente»
Langreo, Luisma Díaz
Vicente Gutiérrez Solís, junto a Química del Nalón, donde estaban las oficinas de Carbones La Nueva, en las que fue detenido. Foto: [Fernando Rodríguez] |
La deportación no fue la primera medida represiva que sufrió Gutiérrez Solís. Ya en el año 1960 le metieron en la cárcel, cuando trabajaba en Carbones de La Nueva. Tras salir en libertad, participó en las movilizaciones de la primavera del 62. Cuando la huelga se reanudó, «cambiaron de táctica. Nos apresaron y estuvimos en comisaría varios días. Luego fuimos deportados». Gutiérrez Solís recuerda que «éramos 126. Llevaron a gente a muchas zonas distintas, sin avisar a las familias, que no sabían donde estábamos». En su caso, la provincia a la que fue trasladado fue Soria. «Por aquel entonces era una de las zonas más pobres de España».
El viaje, «en un camión de carga», duró dos días. Junto a él iban otros once mineros. Al llegar «lo primero que hicieron fue registrarnos "en condiciones"». Luego, «nos dijeron que debíamos presentarnos en comisaría dos veces al día». ¿Y después? «Nada. Nos soltaron con lo poco que llevábamos y nos dijeron que nos las arregláramos». Según Gutiérrez Solís, «a partir de ese momento recibimos la solidaridad enorme de las gentes de Soria». Encontraron alojamiento en la barriada del General Yagüe. «Dormíamos tres o cuatro en cada habitación». Una vez encontraron un techo en el que cobijarse, el siguiente objetivo era «encontrar empleo». «Trabajamos en una fábrica de tejas, también en distintas obras», recuerda. Entonces «pudimos ir devolviendo a la gente que nos acogió parte de lo que nos prestaron». Sus familias, desde Asturias, también enviaban algunos víveres. A los seis meses de estar en Soria, y tras entrar en comunicación todos los deportados, se planteó al Gobierno la petición «de que nos reagruparan».
La unión de los desterrados se hizo efectiva en la provincia de León. En la provincia vecina recibieron la ayuda de muchas familias conocidas de Asturias. «Vivimos en casas que utilizaban para ir de veraneo, aunque algunas hubo que alquilarlas». En León la exigencia inicial de presentarse dos veces al día en comisaría se rebajó a una. «Estábamos controlados, la situación era muy precaria. Las autoridades se movían para impedir que pudiésemos encontrar trabajo. Querían agotar económica y físicamente a la gente. Había familias con hijos que se mantenían gracias a la ayuda de los compañeros», afirma el presidente de la Federación de Vecinos. «Fue un período de mucho sufrimiento». En 1963 la presión popular logró que se admitiese su vuelta a casa. Era el 30 de noviembre. Lo que no se pudo lograr fue la readmisión en sus trabajos. «Algunos volvieron, otros no». Gutiérrez Solís, junto con algunos otros, no pudieron volver a trabajar hasta 1978, con la llegada de la democracia.
Muchas mujeres de mineros, como Anita Sirgo, jugaron un papel fundamental en la «huelgona» del 62, al organizar piquetes y recabar alimentos para los presos y deportados
Langreo / Mieres, Miguel Á. Gutiérrez
Las mujeres se enfrentan a la Guardia Civil en una de las escenas del rodaje de «A golpe de tacón» que rememora la participación femenina en la huelga del 62. [Foto: Juan Plaza] |
En los paros de 1962, Anita Sirgo -junto a cientos de mujeres de las comarcas mineras, entre las que destacaron otros nombres como Constantina Pérez, «Tina»; Celestina Marrón o Amor Gutiérrez- asumió la primera línea de la lucha con la organización de piquetes de huelga. Las mujeres también se ocuparon de la parte logística de la protesta, recorriendo las Cuencas de una punta a otra para transmitir las noticias de la huelga y recabando la solidaridad de los comerciantes para mandar alimentos a los presos y deportados.
La «huelgona» del 62 no cogió desprevenidas a las mujeres de los mineros. Al desatarse los primeros paros en Mieres, ya empezaron a planificar la resistencia en previsión de la extensión de la protesta al valle del Nalón. Las reuniones eran rotatorias y se celebraran al amparo de un café o un chocolate con churros. «Así, si venía la Guardia Civil, podíamos decir que estábamos merendando», explica Sirgo. Las mujeres se organizaron en tres grupos: las de Lada cortaron el paso al Fondón, las de La Joécara se apostaron a la salida de este barrio obrero y las de La Nueva cercaron la entrada al pozo María Luisa. A las cinco de la mañana las cabecillas empezaron a picar timbre por timbre a las demás integrantes del piquete para evitar deserciones entre las indecisas. El relevo de las seis ya no entró a trabajar.
«Nosotras íbamos pacíficamente, pero estábamos preparadas para todo. El primer día, al ver el maíz en el suelo (la forma de llamar «gallinas» a los esquiroles) se daban la vuelta y avisaban a los que venían detrás para que hiciesen lo mismo», rememora Sirgo. En el piquete había mujeres de todas las edades, casi todas hijas, madres o esposas de mineros, tal y como relata esta vecina de Lada. «Había una mujer a la que llamaban La Caravana. Tenía 80 años pero llevaba un tocho de madera arrancado de una banqueta por si tenía que defenderse». Todo esfuerzo era insuficiente. «Había que dar la vuelta a los esquiroles como fuera para no romper la huelga», apostilla Sirgo.
Cristina Marcos, a la izquierda, la actriz que representa en la película el personaje de Anita Sirgo, que está junto a ella. [Foto: Juan Plaza] |
A Sirgo, el espíritu de lucha ya le venía de niña. Fue enlace de la guerrilla y cada día subía al monte para llevar comida a un grupo de «fugaos» en el que estaba su tío, ejecutado poco después. «A mi padre también lo mataron en el monte, pero no sabemos dónde pudo ser», relata. Los interrogatorios mientras su padre y su tío estaban con vida se hicieron frecuentes: «Yo tenía 8 o 9 años en aquella época. Nos sacaban a toda la familia de casa de madrugada para peguntarnos por mi padre. Pegaban a mi madre mientras a mi hermano y a mí nos ponía el fusil en el pecho para asustarnos». Y eso que asustar a Anita Sirgo nunca fue una tarea fácil. Uno de los momentos más duros de su vida tuvo lugar en 1963, año en que se intensificó la represión tras los coletazos de las huelgas del año anterior.
Esther Amaro Suárez asegura que el papel de las mujeres «a veces fue más importante que el de los hombres»
Langreo, M. Á. G.
Esther Amaro Suárez, a la entrada de la barriada de La Joécara, de Sama, donde cerraban el paso a los esquiroles. [Foto: Juan Plaza] |
Al estallar el conflicto laboral, Amaro -esposa de minero y madres de tres hijos- vivía en La Joécara, en Sama. Las mujeres de este barrio fueron de las primeras en organizarse y ponerse al frente de la lucha con la formación de piquetes de huelga. Al «frente» de La Joécara pertenecieron otras ilustres como Constantina Pérez, «Tina», y Amor Gutiérrez.
En los primeros días de la huelga, las mujeres de La Joécara se repartían frente a las casas de los potenciales esquiroles para intimidarles y no dejarles acudir a la mina. Si esta estrategia no funcionaba, el piquete femenino recurría a métodos más expeditivos. «Les tirábamos piedras en cuanto asomaban la cabeza por el portal; entonces corrían escalera arriba que se mataban. Alguno no volvió a hablarme, pero me da lo mismo». Sin embargo, la dispersión facilitaba la burla del cerco. Por eso empezaron a parapetarse en el paso a nivel, el punto estratégico que impedía el paso a los mineros de La Joécara.
De vuelta a casa, tras finalizar la jornada de protesta, esta mujer de Langreo tenía que ingeniárselas para dar de comer a su familia en un situación que llegó a tildarse de «indigencia familiar». Era todo un desafío cuando no había ingresos y la huelga seguía arrancando hojas al calendario. «Salíamos adelante con una cesta de patatas que me traía mi hermana o un kilo de arroz», explica Amaro, que añade: «En los comercios no pagaba casi nadie porque no había dinero. Los tenderos se portaron muy bien porque fiaban a la gente, hasta que no pudieron hacerlo más porque ellos también estaban endeudados y se quedaban sin existencias».
Esther Amaro fue una de los muchos encarcelados que sufrió el castigo del cinturón del cabo Pérez. Le tocó de rebote, mientras otra mujer intentaba protegerse de los golpes junto a ella: «Nos interrogaron en el cuartel de Sama y después nos llevaron a Oviedo, a la cárcel modelo, pero el que estaba al mando dijo que él no iba a encarcelar a madres de familia con delincuentes comunes. Al final acabamos en Gijón, donde pasamos una semana hasta que nos dejaron en libertad».
Esta langreana no se dejó amedrentar y se mantuvo en primera línea en los años sucesivos, cuando la represión volvía a emerger de manera esporádica. «Recuerdo los encierros en las iglesias y los líos que se formaban cuando la Policía iba a desalojar a los mineros. Nosotras íbamos detrás a intentar impedirlo», rememora Amaro. Y añade: «Sabían donde pegar. En El Entrego no se atrevían porque la vías del tren estaban cerca y había muchas piedras; en Sama era más difícil hacerles frente». De cualquier forma, esta langreana poseía sus propias técnicas de evasión. «Era ruinuca, pero corría mucho», apostilla. Al echar la vista atrás, Amaro elogia el arrojo de las mujeres que la acompañaron. «Había compañeras como Tina o Morita, además de otras muchas que tenían un gran valor. El papel que jugaron las mujeres fue muy importante, a veces más que el de los hombres», asegura.
La «huelgona» que estalló en 1962 en las Cuencas alcanzó a 300.000 trabajadores en todo el país y resquebrajó para siempre las estructuras del régimen de Franco
Mieres / Langreo, Miguel Á. Gutiérrez
Rodaje en Santa Cruz de Mieres de una escena de una protesta, en una imagen perteneciente a una película en favor de la «huelgona» de 1962. [Foto: Fernando Geijo] |
En las Cuencas, el descontento de los mineros venía de lejos. El colapso del ideal autárquico se tradujo en la pérdida de protagonismo de la Falange y la entrada en el Gabinete franquista de tecnócratas ligados al Opus Dei que pusieron en marcha traumáticas medidas de choque como planes de estabilización, apertura exterior, ajuste de plantillas y congelación de salarios. El paternalismo fue relevado por un racionalismo económico que golpeó especialmente a la minería, sobre todo tras el ascenso de fuentes energéticas como el petróleo. Las huelgas de 1957 y 1958 en las Cuencas marcaron el camino, pero aún era pronto. La tensión siguió creciendo cuatro años más.
Los bajos salarios en contraposición con el elevado coste de la vida, así como las precarias condiciones de seguridad en el pozo fueron el caldo de cultivo que alentó ese malestar. La chispa estalló a principios de abril de 1962 en el pozo Nicolasa, perteneciente a Fábrica de Mieres. Según explica el historiador Ramón García Piñeiro en el libro «Las huelgas de 1962 en Asturias» (editado por la Fundación Juan Muñiz Zapico), la reorganización unilateral de los turnos de trabajo por parte de la empresa -con la supresión de un turno- y su negativa a elevar el precio del destajo llevó a 25 mineros del pozo a reducir deliberadamente su ritmo de trabajo. Siete de esos picadores, destinados a la capa novena, paralizaron por completo su actividad.
La respuesta de la empresa no se hizo esperar. El 6 de abril comunicó a los siete mineros que quedaban suspendidos de empleo y sueldo, a la espera de concretar el expediente sobre su despido definitivo. Al día siguiente, ni el relevo de la mañana ni el de la tarde entró a trabajar, en solidaridad con sus compañeros. La huelga estaba en marcha. En pocos días, se extiende por el resto del valle del Caudal. Después al Nalón, Gijón y el resto de Asturias. La protesta también desborda las minas y alcanza a los metalúrgicos y otros obreros. En dos meses, 65.000 trabajadores tomaron parte en la cadena de paros desencadenada en la región.
Reproducción de Fernando Rodríguez |
En el conflicto de 1962 tuvieron un papel capital las mujeres de los mineros, que en muchos casos encabezaron los piquetes, ya fuera sembrando la entrada de los pozos de maíz, sutil metáfora para llamar gallinas a los esquiroles, o lanzando piedras para que éstos no salieran de sus casas y fueran a trabajar. También fue fundamental la solidaridad de comerciantes y vecinos ajenos a la huelga, cauce del exiguo aprovisionamiento de cientos de familias que tuvieron que soportar penurias por la falta de ingresos.
Lo que comenzó como una protesta aislada de contenido marcadamente social también se transformó en un conflicto político alentado desde el exterior para socavar los cimientos del régimen. La protesta se extendía a estas alturas a toda España, que tenía la mirada fija en lo que ocurría en Asturias. Las emisiones de «Radio Pirenaica» sembraron las ondas de consignas lanzadas por destacados dirigentes comunistas en el exilio que alentaban a mantener la resistencia obrera frente a los movimientos de represión. Entre abril y mayo se produjeron 356 detenciones (algunos represaliados aseguraban que las cárceles se quedaron sin colchonetas) sumadas a otras estrategias de intimidación como citaciones al cuartel y registros domiciliarios.
La tensión alcanzó su punto álgido a principios de mayo, cuando el Consejo de Ministros decreta el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, al tiempo que reitera que cualquier concesión salarial está supeditada, primero, a la vuelta al trabajo. Estas medidas no surten efecto y Franco maniobra sustituyendo la fuerza por la negociación. Envía a Asturias a José Solís, ministro secretario general del Movimiento y conocido como la «sonrisa del régimen». En un actitud inédita hasta entonces, Solís negocia directamente con representantes de los mineros huelguistas para contar con un interlocutor válido. Esta estrategia certifica la defunción del Sindicato Vertical.
En un intento por mitigar la conflictividad social y recuperar el terreno perdido por los falangistas frente a los tecnócratas dentro del Ejecutivo, Solís se muestra conciliador y cede a las todas las demandas de los huelguistas. El precio de la hulla sube 75 pesetas por tonelada, un incremento repercutido directamente sobre los salarios. En algunos casos, los sueldos llegan a duplicarse. El acuerdo también incluye la puesta en libertad de los trabajadores encarcelados y el compromiso de no emprender represalias contra los huelguistas. A principios de junio, los últimos mineros vuelven al trabajo.
La situación entró en un compás de calma en los dos meses siguientes, pero en agosto el conflicto vuelve a estallar en el Caudal por la organización de las horas de trabajo, y en el Nalón por el despido de un minero en el pozo Venturo. En esta ocasión, la protesta no coge desprevenidas a las autoridades franquistas, que en pocos días organizan la deportación a otras zonas de España de 126 mineros, los más significados de cada pozo, con lo que la reacción obrera queda descabezada.
Eladio Gueimonde era uno de los siete picadores del pozo Nicolasa de Mieres que desataron la chispa del conflicto tras ser despedidos
Palencia / Langreo, M. Á. G.
Eladio Gueimonde, en su domicilio de Palencia. v. h. |
Gueimonde tenía entonces 21 años. Recuerda que la precariedad salarial era la causa principal del descontento de los mineros. «Yo cobraba 100 pesetas al día por picar carbón durante siete horas, lo mismo que valía un kilo de carne. A veces había que escotar hasta para comprar una cajetilla de Celtas», rememora este ex minero, que también alude a las difíciles condiciones laborales de la época. «La mina de entonces era inhumana. Había que echarle pelotas para bajar ahí abajo».
En medio de este clima de descontento estalló la huelga. Según explica el historiador Ramón García Piñeiro en uno de los capítulos del libro «La huelga de 1962 en Asturias», el paro empezó a gestarse el 5 de abril cuando unos veinticinco picadores de Nicolasa redujeron su ritmo de trabajo en desacuerdo por la reorganización de los turnos de trabajo. Siete de ellos paralizaron su actividad por completo.
En este grupo, además de Gueimonde, estaban Aníbal Álvarez, Eugenio Muñiz, Jovino Ardura, Abelardo Panadero, José del Caz y Francisco Fernández. Este último -según recoge García Piñeiro en el libro editado por la Fundación Juan Muñiz Zapico- era un falangista que había estado en la División Azul, que en los informes policiales lamentó que su actitud pudiera ser útil para los «enemigos» del régimen, aunque reconoció que no estaba dispuesto «a seguir soportando las injusticias de la empresa».
El 6 de abril los siete mineros fueron suspendidos de empleo y sueldo. «Al día siguiente fuimos a la mina con la carta de despido en la mano» -relata Eladio Gueimonde- «para explicarles lo que había pasado». «Todos quedaron de acuerdo en que si despedían a unos tenían que despedirnos a todos. Ese día ya no bajó nadie a la mina», rememora este antiguo picador.
El traslado forzoso
La empresa, Fábrica de Mieres, planteó el traslado de una parte de «los siete de Nicolasa» al grupo Quirós, una vez paralizado el despido por el rechazo que había generado. «Nos dijeron que nos iban a mandar a Quirós para ver si nos comían los lobos. No era broma porque en Quirós había lobos hasta en agosto», explica Gueimonde, que finalmente decidió pedir trabajo en La Camocha antes de pasar por Mina Llamas y Polio.
Este ex picador también recuerda los interrogatorios de la Guardia Civil. «No decían que si estábamos locos, que si queríamos provocar otro 34. Nosotros les respondíamos que sólo reclamábamos lo que era justo», apunta Gueimonde, para añadir a continuación: «Después de aquello nos enviaron a un comandante auditor para tomar nota de las reclamaciones salariales, hacer un informe con todo y mandarlo a Madrid. Antes de la huelga, los sueldos eran miserables,después los salarios mejoraron mucho».
A todo ello había que sumar la elevada siniestralidad y las precarias condiciones laborales. «Había muchos accidentes porque lo más importante era seguir sacando carbón y no dejar de producir. En una mina de montaña en la que trabajé le oí decir al capataz que prefería que se le matase un minero que una mula, porque la mula le salía más cara», indica el antiguo picador de Nicolasa.
Gueimonde considera que la huelga se debió a motivos eminentemente laborales, aunque con el paso de los días el conflicto se fue politizando. «La gente quería ganar más dinero, pero también hubo intereses políticos por el medio porque se dieron cuenta de que parar la industria era la mejor manera de derribar el régimen», concluye este ex minero, que reconoce que nunca imaginó la trascendencia que iba a tener aquella protesta. «Nosotros queríamos mejorar nuestras condiciones de trabajo. No imaginé que se iba a liar la que se lió, aunque es cierto que la cosa tenía que saltar por algún sitio», relata Gueimonde.