Primer premio
      Pablo Rodríguez Medina: ARDOR

Accésit asturiano
      Lluís Aique Iglesias Fernández: 1962

Accésit joven
      Stefania Schamuells: MARMATO

Accésit testimonio histórico
      Sergio C. Fanjul: HISTORIAS DE UNA LUZ

Menciones especiales: asturiano
      Inaciu Galán y González: EL SILENCIU DE LA MINA
      Valentín Moro Cueto: RELEVU DE LA TIRA
      Armando Gutiérrez Rodríguez: L´ESPAÑÍU

Menciones especiales: joven
      Víctor Vela Bastazo: EL TSUNAMI BLANCO
      Antía Yánez Rodríguez: DESMEMORIA

Menciones especiales: testimonio histórico
      Celia Moreno Cabanas: CARBÓN CONTRA HIERRO

Menciones especiales: castellano
      Rosendo Gallego Menárguez: MINEROS
      Raquel Arce Menéndez: TRINCHETE
      Emilia García Castro: VOLVERÉ A VERTE
      Alicia Calvo Panera: OJO EN SOMBRA

Microrrelatos Mineros 2016 Microrrelatos Mineros
XIII Concurso Manuel Nevado Madrid -2016-

En este libro se recogen los microrrelatos ganadores y seleccionados del XIII Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid.
 
Consultar ejemplares disponibles para su venta en fundacion.jmz@asturias.ccoo.es
Fundación Juan Muñiz Zapico y KRK Ediciones
ISBN: 978-84-8367-557-1
Oviedo, 2017, 64 págs.


 
Primer premio
ARDOR
Pablo Rodríguez Medina

...ardían y ardían, en la oscura noche del alma, aquellos bultos, apilados como cuerpos, en el crepitar ronco, ardían y ardían y aquel ardor era hedor nauseabundo a chamusquina y cierto regusto a carne quemada que avivaba el olfato y las papilas gustativas ardían y ardían, incendiando los recuerdos, las sonrisas en sepia florecidas de las viejas fotografías, ardía la bocamina y con ella aquella instantánea, el cuadro del relevo, semblantes serios, otros puño en alto, ardían ahora, ardían, entre aquellas palabras bisbiseadas apenas como un rezo, cierra la ventana que no se nos meta tanta ceniza y tanta desolación en el alma que ardía y ardía, cierra que nos hunde tanta luz, que nos humilla este silencio, espeso, pastoso que se había formado tras las detonaciones nublando el cielo de la boca que ardía y ardía en un ardor de fiebre y de injusticia, elevándose arriba, a los ojos, que apagados ardían y ardían, los rostros, los nombres de aquellos compañeros, que murieron gritando, en el eco de la salva, uhp, uhp, ardían y ardían, ardían sus cuerpos apilados como bultos, como sacas de tanto carbón arrancado, ardían y ardían a la intemperie, por mandato de sus verdugos, quién quiere cavar el agujero tan grande, quiá, que así aprenda tanto cabrón rojo, pues que rojo era el fuego de aquella hoguera que ardía y ardía, y continuaría ardiendo más allá de los límites de la combustión del querosén y el aceite de las máquinas, ardían con la determinación con la que se reafirmasen en su credo, uhp, uhp, ululaban famélicas las llamas, ardían y ardían rebasando los límites de la noche, no siempre animados por la misma constancia, no siempre fueron fulgor que a veces ardían y ardían y su ardor era apenas titilar de estrella tímida y lejana, un susurro de luz que solo alcanzaba quien estaba alerta, capaz de escucharlo, y otras, otras era deslumbrante astro de fuego alimentándose de soledad y de silencio, y de tanto olvido que ardía y ardía, y estuvo ardiendo, aquel montón de cuerpos desmembrados y retorcidos más incluso de lo que a sus verdugos les hubiese gustado ardían, ardían y ardían, ¿qué no dicen en Madrid que son demonios, que les buscaban cuernos y rabo?, pues a gusto se han de quedar en el fuego, se mofaban, y quizás por eso los cuerpos ardían y ardían, y seguirían ardiendo, que a veces el viento de la historia soplaba recio y portaban el nombre de alguno resquemando en labio ajeno, ardía y ardía, ardían y ardían, claro, los cuerpos de los once de La Baragaña, los del relevo entero, hasta un guaje que se acercó a llevar la comida al padre y al tío, ardían y ardían, que ni las madreñas les habían quitado y también ardía el haya noble en el noble cuerpo de los once, y que no se preocupen camaradas, que en esta vida es tan importante saber vivir como saber morir, resonó la voz de Lauro el del sindicato, con aquella serenidad con la que había aprendido a hablar por los papeles, que ardían y ardían plegados en sus bolsillos, con los que en el descanso hablaba del mundo por venir que entonces ardía y ardía, que de él había sido la idea de la fotografía, miren como miramos al retratista, miren como miramos al futuro, y se desperezaron de los miedos, les miraron recio, severo, y alguien hubo que alzó el puño, y otros que entonaron, como aquel día, frente al retratista, uhp, uhp, y se acordaron de las palabras con que vinieron puestos en los papeles, camaradas mineros, son ustedes semiente de esperanza, se buscaban el ánimo, uhp, uhp, porque sabían de aquellas palabras que ardían y ardían como el fogonazo de magnesio con el que los habían retratado, aquellas palabras que solo apagó la detonación de los fusiles, cuyas bocas ardían y ardían, como entonces avivó etérea la esperanza de la nube de magnesio, enviaremos la foto, para que contemplase el mundo y se supiese de su pobreza digna, brazo en alto, mirada severa y al frente, ardían y ardían quien tanto tiempo ha vivido bajo tierra tiene derecho a aspirar al cielo, aquellos cuerpos ahora ardían y ardían, ardían en un ahora eterno, en un adverbio infinito, ardían liberados, a la intempeie, siguieron ardiendo mañana, arderán ayer, y hubo y habrá quién se pregunte cómo es posible tanto ardor, habrás quien se pregunte a qué esa luz ardiendo ciega en la noche, habrá quien ignore el secreto de aquellos cuerpos que ardían y ardían y eran puro ardor, porque venían de una vida en que se respiraba carbón y silencio, carbón en la sangre, carbón en la comida, en los ojos, en las negras fosas de sus fosas negras, respiraban, sudaban, trasegaban, masticaban carbón que ardía y ardía, tanto carbón que nada más hizo falta una llama, una excusa para que prendiese en ellos, y por eso sus cuerpos, tibios, húmedos de sangre negra como el carbón, se abrían a una aurora de rosados dedos que ardía y ardía, por eso sus cuerpos ardían y ardían...


 
Accésit asturiano
1962
Lluís Aique Iglesias Fernández
Ye fácil ver la fuerza d'unes persones como Ana, que'n metá de la dictadura tuvieron el valor de defender la so dignidá. Lo que me prestaría tresmitir con esti cuentín ye que magar fueren individuos (eso respuende la mocina al sarxentu: Soi Ana) la so fuerza alimentábase de la comunidá. Naguo porque un día los asturianos vuelvan ser un grupu humanu xuníu (una comunidá, con un destín compartíu) que sepa aú quier dir como talu grupu formáu por individuos braeramente llibres.

- ¿Cómo te llames?
El sarxentu Pérez de la Guardia Civil nun esperó rempuesta de la muyer que taba sentá enfrente. Nun la necesitaba. Nun la quería. Namás quería frañer el so cuerpu pocuñín a poco, hasta ver el so espíritu esbarrumbar. La hostia que siguió, cola man abierta, torció la cara la muyer.

- ¿Cómo te llames, comunistona de mierda?
Una, dos, tres... Mocada tres mocada restallaba más y más fuerte escontra les parés puerques d'aquel cuartucu triste.

- ¿Quién son les tos compañeres? ¿Ú ta la emprenta?
Una, dos, tres... El sarxentu Pérez ya nun siente la so man. Asela. Quier ver la so obra. Quier escuchar los lloros, oyir les súpliques. Amira ellí onde teníen de vese los güeyos, onde tenía de tar la boca.

Una llárima sola resbaria pela mexella la muyer. La cara esfigurá, un filín de sangre asoma pela oreya. Nun siente gota ya. Los sos güeyos nun ven el suelu puercu, les manches de sangre, del so sangre.

Nun ta sola. El cuartu enllénenlu les sos compañeres, charrando na cocina pa ver cómo ayudar a los sos homes de fuelga, estrando de maizos les entraes a les mines, escribiendo cartes d'aliendu a otres muyeres... pa caltener la dignidá. Y con esa dignidá de milenta homes y muyeres, de milenta mineros, allevanta la tiesta, amira pal sarxentu Pérez de la Guardia Civil a los güeyos y cuspi tres pallabres namás.

- Ana... Soi Ana.


 
Accésit joven
MARMATO
Stefania Schamuells
Rescatar la historia es menester de aquellos que poseen cierto interés en desvelar los secretos de lo olvidado. Soy geóloga, no historiadora como los historiadores comunes, pero historiadora, al fin y al cabo. Recojo esas muestras del pasado que nos narran las rocas, leo en los estratos y las capas, intuyo medios de deposición y génesis de minerales, elucubro lo que hace millones de años aconteció en la tierra y luego observo el futuro con cierto terror.
 
“Marmato” es un relato verídico con pinceladas de gracia que narra las peripecias de mis antepasados amantes de la tierra y sus misterios, aún ahora intento seguir sus pasos, pero más allá de ellos, yo – con las charlas de mi padre – he conseguido rescatar esta historia leyendo en los estratos de nuestra errante familia.
A mi padre por despertar el ansia de preguntas.
A mi madre por darme un lápiz y un papel.
S. Schamuells

Con rostro anguloso, barba de Gadanlf y nariz judía, me mira el Patriarca desde el pasado. Esa foto ajada y deteriorada, único legado del pasado minero de mi familia, dio pie a concederle unas líneas a este relato verídico en el que no ocurre nada extraordinario.

Mis antepasados judíos aprendieron el oficio en la antigua escuela de minas de Freiberg, en la baja Sajonia. Allí adoptaron un apellido alemán, tal y como había dictado el reino de Prusia en el siglo XVIII. Los Ben Samuel o hijos de Samuel pasaron a ser los Schmuel y pronto fueron a parar a Colombia, donde se convirtieron en los Samuels. En un mes olvidado de 1834, el Patriarca llegó a Marmato arrastrado por la Colombia Mining Assosiation.

Podríais pensar que alguien que marcha desde Sajonia a Colombia viviría en unas condiciones ostentosas, fruto del oro filoniano; pero nada más lejos de la realidad, la vida en la mina de Marmato era un acto diario de supervivencia. Y por supuesto no cambió cuando los hermanos Degenhardt fundaron San Juan de Marmato, cuna de vástagos ingleses y alemanes, inicio de la mayor colonia europea del siglo XIX en Colombia. Como nota curiosa añado que, en su intento de no mezclarse con los autóctonos, consiguieron todo lo contrario, y el Patriarca cayó indefenso en los hechizos de alguna mujer colombiana que le hizo abrazar el cristianismo.

La compañía, pronto enfocó todos sus esfuerzos en potenciar el trabajo en la mina, y en toda la región: hombres, mujeres y adolescentes sacrificaron su vida al oro. Se dejó de lado la agricultura y la escasez de alimentos estaba a la orden del día, la gente moría de hambre, aunque durmieran en camas de oro. Puedo explicarme y lo haré: las chabolas de Marmato eran curiosamente pobres; techos de paja y guadua rebosadas con cagajón, lo que se denomina: casa de bahareque. Lo más interesante estaba en el interior de la chabola Samuels, donde los camastros guardaban un secreto... Estaban hechos de juncos sostenidos por cubos grandes repletos de pepitas de oro. En cuanto escuché esa historia mis ojos brillaron con la misma sorpresa que vosotros habéis adoptado, y pregunté a mi padre ¿ellos dormían en oro y yo a penas me puedo pagar la universidad? Con otra sonrisa y como si no fuera una barbaridad, él me contestó que un cubo entero equivalía a la compra de un mes.

Esos filones de oro que volvieron locos a los primeros conquistadores del siglo XVI, y luego a mi familia, dieron inicio al camino bañado en oro, platino, esmeraldas y sangre que ostenta la historia de los indígenas colombianos. Así es la vida, con sabores dulces y amargos, aprovechar el momento es cuestión de supervivencia, si no que se lo pregunten a los bribones hijos de Ben Samuel, que bajaban a los riachuelos con palas o bateas para recoger el oro en polvo que bajaba en la juagada de la mina para llenar los cubos de sus colchones de oro.


 
Accésit testimonio histórico
HISTORIAS DE UNA LUZ
Sergio C. Fanjul

Podría contaros la historia de Pedro, que bajaba cada día a trabajar a más de 700 metros. O la de Xuan, que se echó al monte y vivió más de tres años durmiendo entre carbayos. O la de Fruela, que quería ser poeta y tuvo que emigrar a otro país. Podría contaros la historia de Anita que fue un enlace clandestino del Partido Comunista. La de Pablo que fue guardia civil y le hicieron que pegase a más de uno. La de mi primo Juan Manuel que murió tras cinco años rendido a la heroína. Podría contaros la historia de Marisa, cuyo padre hacía los chorizos del economato, o la de Tina que arrojaba maíz al esquirol. La de Jean Pierre que vino de ingeniero cuando empezaron a horadar toda la tierra y pronto tuvo hijos que hablaban asturiano. Podría hablar de Belarmino que dirigió una revuelta destinada a derrocar a aquel gobierno. Contar lo de Manuel, que vino de Zamora y acabó poniendo un chigre. A Ramiro en el pueblo le llamaban maricón solo porque vestía raro. Había uno que se llamaba Navarro-Vallehermoso y, sin embargo, era un indigente que iba a mendigar al cementerio. Podría contaros la historia de Juanín, que lideró la lucha sindical y murió en la carretera cuando aún era demasiado pronto. O la de Ramos que persiguió a los que se oponían al tirano, como Horacio. Podría contaros la historia de Remigia: un rayo le mató una vaca y estuvo llorando cuatro días. O la de Bárbara, patrona de los mineros, que fue encerrada y torturada, igual que muchos de ellos. O la de Pavel que vive en lo profundo, muy lejos de su hogar. Podría contaros de pueblos abandonados, de castilletes muertos, de fábricas con las ventanas rotas, de glorietas y piscinas públicas. Podría contaros la historia de Antonio, que quiso crear el paraíso cerca de Mieres, la de Fede que fue caminado a Madrid a tocar en la puerta del ministro. María quedó viuda y tuvo que tirar hacia delante con tres guajes. A Laureano se le convirtieron en piedra los pulmones y dejó de respirar. Podría contaros la historia del plomo y del orbayu, la del verde oscuro y el carbón, la del óxido de hierro y el futuro inexistente. La de Francisco, que quiso exterminarnos con un ejército de moros. Peleas a garrote en las fiestas de los pueblos. Sudor, sangre y dinamita. Alcohol y cocaína. Dureza y heroísmo. Corruptos, ladrones, fascistas, silicosis. Átomos de carbono hundidos en lo más hondo del planeta, árboles sumergidos hace millones de años. Podría contaros la historia del Adolfo, que murió en la planta cuarta, la de Xuacu al que sacaron con la cabeza aplastada, la de Toni, al que el grisú le reventó la cara. Podría contaros todo y aún así no entenderíais qué fue esto. La mina cerró ya hace tiempo y ya nada ha vuelto a ser igual. Sin embargo, al fondo de la galería, en lo más oscuro, sigue brillando una luz.


 
Mención especial (asturiano)
EL SILENCIU DE LA MINA
Inaciu Galán y González

Na mina los díes pasaben en silenciu, y namás el ruíu que metíen los martiellos picando’l carbón y la maquinaria moviendo l’aire, yera lo que s’oyía nes galeríes. Aquella mañana un españíu resonó na planta doce. Nel intre, el xaréu y la intranquilidá llegó a les plantes cercanes. L’alarma nun tardó n’enllenar cada requexu del pozu, como un andanciu.

Mon dexó’l tayu, corrió, metióse na xaula y baxó dende la planta siete, onde taba picando, hasta la once, onde sabía que taba él, onde sabía que podía atopar la traxedia.

Cuando llegó vio la galería fendida y a Xuacu sangrando pela tiesta, con un costeru enriba y el cuerpu fechu una llaceria, tovía consciente. Mirólu colos güeyos llorosos, arrodillóse xunto a él tentando quitá-y aquel pesu d’enriba, ensin resultáu dalu. Xuacu lloraba y Mon mirábalu ablucáu, colos güeyos mui abiertos allumando’l rostru anegratáu pol carbón, ensin ser a creyer lo que taba pasando.

De sópitu, quedaron mirándose, como si’l tiempu parare. Alredor, otros mineros facíen por llevantar los materiales que l’argayu echare enriba d’él, anque nun tardaron en decatase de que nun diben ser a ello. Debaxo d’aquellos maderos, d’aquellos fierros y de tantu carbón y tierra, de piedres y polvu, Xuacu siguía alendando sabiendo que-y quedaba pocu tiempo sobre aquel charcu de sangre.

Mon nun duldó y paró rompiendo’l silenciu de tantos años, averándose y llantándo-y un llargu besu a Xuacu, el que sabía que sedría’l besu caberu. Xuacu ente sollutos, cuasi ensin aire, díxo-y: “-¿Qué faes, nun ves que te ven?” Mon paró namás un segundu pa dici-y: “-Nun m’importa, agora namás quiero besate. Quiérote, Mon. Agora siento tanto que viviéremos escondíos.” Mientres acababa dicilo, Xuacu zarró los güeyos pa siempres y los mineros abrazaron a Mon acompañándolu nel dolor, nun silenciu que nun yera vezu nel pozu y que rompió namás el so lloru desconsoláu.


 
Mención especial (asturiano)
RELEVU DE LA TIRA
Valentín Moro Cueto

Dos y media de la madrugá, llueve, por si nun fuese suficiente con tener que llevantase a semeyaes hores.

Les places del aparcamientu con techu tan casi toes coyies, bueno, d´alguna queda, la chapa del 1200 agradez estes coses. Dirixome a la casa de aseo con un sentimientu entre nostalxicu y de mala lleche, y con sueñu, munchu sueñu, esti relevu ye lo que tien, duermas lo que duermas pol día, a estes hores el sueñu nun te lu quita nadie.

Saludo de mala gana a Juan el guardia xuráu, que apaez como siempre de golpe detrás de la esquina del edificiu del economato cual alma en pena, y poniéndote les pulsaciones casi a cientoventi.

Llega Manolo con la su Rovena, los escapes dexando tras de si una niebla, que ni la de la falda del Fitu, y vien en manga corta, claro que tien que nevar por gordo pa que esti home diga que enfrescó un pocu.

Era casi conveniente que los artilleros ya tean fuera, pos si nun acabaron la tarea, tendremos que esperar a que disparen pa entrar nosotros,y el tiempu ya anda justín pa acabar la nuestra. Entro na casa de aseo, el calor que te azota la cara se agradez, nun hay excesivos saludos, la xente normalmente a estes hores nun ta pa munches fiestes, ¿quién rediós inventaría esti relevu?. Bueno siempre hay alguna esceición, Chencho aparca el 4L y llega xiblando como si fuese de romería.

Ramonín ya cambió de ropa, y echa fumu como una chimenea, en el bancu, ya tien dos pitos más recién liaos, a veces pienso que esti home madruga tanto pa poder fumar tovía más.

Baxo la percha, doi-yos unos azotes a los pantalones contra los azulexos de les duches, llevanto una bona nube de polvu, primeramente saqué el reló del bolsu, que nun sería la primera vez que lu faigo sidra... Ponemos el traxe de "romanu"... Adulces van llegando los componentes del equipu la tira, bueno paez que po lo menos tamos toos, claro, nun ye llunes, Rubén, güei no mos la arma...

Voy hasta la lampistería, ya tan allí los artilleros, menos mal, cueyo la llámpara, y la nota que tien Javier, el encabezau de la tira enroscá nel cable de la suya... A ver que chollu nos dexó el Caseru hoy, no hay demasiaes novedaes, treinta y dos pieces, maera gordo, cinco frenos más que gordos tres de cuatro cincuenta y dos de cinco metros... ocalitos prácticamente enteros....Hum! qué bien!.. “Meter más bastones na primer serie”, Miguelín, que ricu, tapando la nivelaura como si fuese pa agua.... Amiesta hay otra anotación: "Los llargueros que baxasteis ayer nun valen pa na, hoy baxalos de los gordos".....

Esti Caseru.. lo suyo ya ye más que obsesión con la maera gordo, bueno, les tres menos cinco, vamos pal pozu, pasoi-yos la nota a los demás, ximielguen la cabeza según la van lleendo...

La jaula apaez de repente entre la niebla de los vapores que cuspe el pozu, casi da hasta respigu vela, sobretó pal que nun te avezau.

Vale, vamos p’allá a ver que tal se da el día...


 
Mención especial (asturiano)
L´ESPAÑÍU
Armando Gutiérrez Rodríguez

El Tuertu yera altu, bien vistíu. Siempre de camisa planchada y, si’l tiempu lo pidía, pañuelu nel pescuezu. Sacante aquel güeyu vaciu que-y daba una traza incierta, taba mui bien plantáu. Yera guapu abondo.

Y educáu.

Daba siempre los bonos díes y les gracies. Y pidía les coses por favor. Tiraba chuchos a les muyeres de los puestinos del mercáu, y taba tol tiempu afalagándoles.

—Señora María—llamábales asina a toes—. Ta usté perguapa güei....

Y remataba'l piropu: —¡Bien se nota qu'esti orpín fai brotar les meyores flores!

Elles ríen-y les pallabres, pero a dalguna xubíen-y los colores de la qu’escoyia'l meyor xéneru pal galán.

Cuando'l mercáu finaba, El Tuertu tornaba pa en casa cruciando la plaza y alborotando’l gallineru. Siempre tenía dispuesta una mano p’ayudar a recoyer la mercancía a la más necesitada -y la mayoría facíen por paecelo-...

Yera Teresa morena de pelo prieto, enriscao, cola mirada perdida, les más de les veces, tres aquellos lentes que tapaben unos güeyos atristayaos. Cásique nunca sorriera nin falara, y ensin ser perguapa, la so cara tenía daqué.

Delantre la so puerta, sol estragal de la esquina, Teresa amosaba un muestrariu escasu, pero organizáu, gayoleru, máxicu. Les flores que curiaba nel xardinín interior salíen los vienres a apellidar con glayíos de colores a los veceros. Un par de sielles y una tabla facíen d’improvisáu puestu. Los ramos, dientro d’un balde con agua o espardíos en tres o cuatro cacharros que diben camudando según el llargor de los exemplares.

Aquel día, El Tuertu echó-y coraxe, arimóse y dio-y seliquino los bonos díes.

—Pola hora, tardes yá.—retrucó ella ensin llevantar la vista del llabor—¿Necesita flores? Poco más pueo ufierta-y...

El Tuertu quixo reparar nun lixeru tremar na mano que bordaba con procuru perriba’l bastidor.

—Guapa llabor. —dixo mirando pa ella.

Teresa llevantó'l rostru, clavó l'aguya na tela y metió'l trabayu nuna bolsa de rayes que cerró con un cordón coloráu.

—Si nun va mercar nada... Tengo de recoyer, ye la hora xintar.

El Tuertu quedó ablucáu, quietu. Un amiestu d’olores amarrólu al tiempu ensin poder reaicionar. Golió flores. Y golió arume a guisu de dalgo rico. Pero arrecendía más Teresa.

Garró aire y fuerces, pero la voz casi nun sonó:

—¿El to home?

—Quedé viuda va doce años. Trabayaba na mina. Na puta mina...

—¿El grisú? —preguntó.

—Non, non. La dinamita.

El Tuertu fizo un biecu, sorrió ensin ganes y señaló’l llau derechu de la cara.

—La dinamita.—dixo.

Ella espurrió la mano y carició'l rostru. Él estiró’l pescuezu y besóla ensin preguntar.

L’españíu sintióse en tola contorna.


 
Mención especial (joven)
EL TSUNAMI BLANCO
Víctor Vela Bastazo

Mi primo Yaser, tres años mayor que yo, vivía en Hebrón, mientras que yo lo hacía en Jericó –ciudad aún poblada más antigua del mundo. Desconozco cómo consiguió trabajo en la refulgente mina de potasa blanca del mar Muerto. Sucedió algo aún más extraño: también obtuvo empleo para mí. Manifiesto esta extrañeza porque la empresa contratante era israelí. Pero, en fin, no hice preguntas al respecto. Agradecí con sinceridad el favor y me prometí devolvérselo.

Me trasladé a Hebrón y, diariamente, nos recogía un autobús que nos llevaba hasta una zona cercana a Ein Bokek, pasando el estricto control fronterizo. Hubo numerosos episodios violentos. Siempre los hay. Ser inocente no garantiza tranquilidad. Ofrezco un dato curioso: cuanto más silente es un palestino, más sospechoso les parece. Soy poco locuaz, quizá por eso me vi envuelto en más altercados que la amplia mayoría.

Mi labor en la mina no me entusiasmaba al principio: combinaba onerosas dosis de calor, arduo trabajo físico, acritud judía y nulo respeto a las pausas para la oración; todo ello bajo la intensa vigilancia de los soldados israelíes, equipados con unos fusiles IMI Tavor bastante poco amigables. Sin embargo, en un proceso de adaptación lento como la miel que cae de una cuchara, fui enamorándome de la minería: es un trabajo indudablemente gratificante. Al concluir cada jornada, retornaba a casa realizado como nunca antes me había sentido, con la satisfacción inherente al deber bien cumplido.

A pesar de estas buenas sensaciones, no todo era de colores: mi tez morena comenzaba a adquirir un insalubre tono pálido debido a la prolongada exposición y el contacto con el potasio. Tras numerosos meses en el yacimiento, mis vías nasales habían acumulado una importante cantidad de pulverulento mineral. Llevaba un tiempo apreciando dificultades respiratorias hasta que aquel día me dio un impetuoso ataque de tos y comencé a esputar flemas sanguinolentas. Me trasladaron con urgencia al hospital de Beit Jala. Allí me recomendaron, casi me exigieron, que abandonase la minería.

Dos semanas más tarde, estaba de vuelta en la mina, haciendo caso omiso a los médicos. Aquello se había convertido en mi vida. No podía dejarlo. No obstante, algo había cambiado durante mi ausencia. De repente, todos me rehuían. Mantenían una conducta errática y apenas hablaban. Todos parecían sospechar de todos. Tras discretas indagaciones, me enteré de qué fuerza subrepticia les hizo trocar su actitud. Los presidentes, israelí y palestino, Ariel Sharon y Mahmud Abás, tendrían un encuentro en nuestra mina.

A medida que se acercaba el día, la atmósfera se enrarecía aún más, con el correspondiente incremento de mi temor. Yo no entendía nada. Todos parecían nerviosos: judíos, cristianos y musulmanes. Hice algunas preguntas, ya con menor discreción, impactando todas ellas contra un gran muro de opacidad y mutismo. Llegó la ansiada jornada. No me extenderé demasiado: alguien se inmoló. Ignoro su religión y procedencia. Murieron decenas de empleados, mi primo Yaser entre ellos. Yo quedé sepultado por una gruesa capa potásica teñida de color bermellón. Los equipos de rescate me salvaron al límite. Ningún político murió. Y sí, aquel día hubo un tsunami en el mar Muerto, pero la gran ola no fue de agua, sino de níveo potasio.


 
Mención especial (joven)
DESMEMORIA
Antía Yánez Rodríguez

Una filial de una firma radicada en Hong Kong reabrirá la mina xalleira1 de Varilongo.

La memoria funciona de una forma muy curiosa, piensa el anciano. Aparta el periódico y aprieta la mascarilla que cubre su boca y su nariz, inspirando profundamente varias veces, respirando el oxígeno que lo sigue atando a este mundo.

Tiene 95 años, y la demencia y el alzhéimer han hecho estragos. Sin embargo, el titular tiene el poder de traer de vuelta los recuerdos, perdidos en la bruma de su memoria, como si nunca se hubiesen ido. Cierra los ojos y regresa a su adolescencia, terminada incluso antes de empezar.

No había cumplido aún los trece cuando entró en la mina por vez primera. Ocupó el lugar de su padre, muerto de forma temprana debido a la silicosis. Sin lamentos, sin luto, sin tiempo para recobrarse de la pérdida. Tenía que ganarse el jornal. Sobrevivir era su prioridad.

Pero la guerra lo cambió todo. En 1941 se descubrió que las entrañas de Varilongo, aparte de en hierro y cuarzo, eran ricas en wolframio, el oro negro de los nazis. Hitler no tardó en cobrarse la deuda que Franco tenía con él por haberle apoyado con la Legión Cóndor. Las ventas al ejército alemán fueron prioritarias. Necesitaban el preciado metal para endurecer la punta de los proyectiles antitanque y la coraza de los blindados. Lo necesitaban para ganar la guerra.

Durante el conflicto, el precio del quilo de wolframio llegó a multiplicarse por cuarenta y dos.

El anciano tose de forma brusca. Sí, con esos precios desorbitados, llamarlo oro negro había sido un acierto. Sin embargo, la riqueza no fue repartida de forma justa. Un obrero como él cobraba de quince a veinte pesetas por quilo extraído, a pesar de jugarse la vida cada día. Y las mujeres, necesarias en las mesas del lavadero o para machacar las piedras, tenían todavía un salario más bajo. Fueron los cercanos al régimen, los amigos de Franco a los que daba las concesiones de las minas, los que nadaron en dinero durante aquellos años. Se decía que encendían los cigarros con billetes de mil pesetas, mientras la gente humilde como él no tenía ni para comer.

La roubeta fue el medio que encontraron para sobrevivir. Al amparo de la noche, la minería furtiva y el estraperlo se multiplicaron. Incluso él mismo robó piedras de oro negro, que escondía en los zapatos, los dobladillos de la ropa o en bolsillos secretos que cosía su mujer Carmiña.

El ruido de los fusiles resuena en su cabeza como truenos en la mayor de las tormentas. Vuelve a ver a su amigo Camilo caer bajo las balas en el paredón, tras ser sorprendido por la Guardia Civil con quince quilos de wolframio en el monte. No habían sido nada fáciles aquellos años, no.

A pesar del peligro, eran muy pocos los que lo habían hecho solo por el dinero. Vender el oro negro a los Aliados era una suerte de guerra paralela por el alza de los precios que tenía como objetivo desabastecer al ejército nazi. Si los alemanes perdían, Franco no tardaría en seguirles.

El anciano vuelve a tomar oxígeno de la mascarilla. Si no hubiese sido por los avances médicos, llevaría bajo tierra mucho tiempo ya, muerto por la misma causa que su padre. A veces se pregunta si realmente merece la pena. La mayor parte del tiempo no recuerda ni su nombre.

La memoria funciona de una forma muy curiosa, sí, pero no así la desmemoria. La desmemoria es selectiva, sobre todo la de los ganadores. Los Aliados vencieron, pero ninguno se acordó de la ayuda que ellos les habían prestado, y España tuvo que soportar el yugo franquista otros treinta largos años.

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1 En gallego, de la comarca del Xallas o de sus habitantes


 
Mención especial (testimonio histórico)
CARBÓN CONTRA HIERRO
Celia Moreno Cabanas

Que un minero asturiano se marche a Inglaterra para mostrar su apoyo en la huelga de 1984 es algo que ningún español de la época podría llegar a entender. La minería española compitió con la inglesa muchísimo tiempo, tanto por la hegemonía del carbón como por la calidad de este. Mi padre, también minero desde hacía más de 40 años, se opuso desde el principio. De hecho, ni me habló cuando decidí preparar el equipaje y la documentación necesaria. No me dijo adiós, aunque sabía perfectamente que existía la posibilidad de no volver a vernos. Y no volvimos a vernos.

La crisis española estaba afectando a la industria siderurgia, íntimamente relacionada con la minera, y algunos de los pozos de la zona ya se habían cerrado. Esto, sumado con las muertes por neumoconiosis, eran suficientes razones para largarme de España. Inglaterra estaba luchando contra los grandes recortes de la Dama de Hierro, y prácticamente todos los mineros del norte estaban en huelga. Una maleta desgastada, un gabán negro y un billete de barco fueron las únicas cosas que llevé. Después de dos semanas desde mi partida de España conseguí llegar a Cortonwood, el pueblo que había comenzado aquella reivindicación minera. Hacía frío, un frío de cojones, y llegué a pensar que si no me moría de tos y asfixia, me moriría de un resfriado. Participé en muchísimos piquetes. El más importante de ellos fue el que se ha llamado posteriormente como “La batalla de Orgreave”. Aquello fue el enfrentamiento más violento que se desarrolló durante la huelga. Lo preparamos durante semanas, y el 18 de Junio nos presentamos delante de la fábrica British Steel Corporation. Fue una lucha caótica y violenta. Aparecieron cerca de mil policías armados, con perros y caballos. Nosotros empezamos a tirarles piedras a grito de guerra y nos negábamos a irnos de allí. Nos sacaron por la fuerza y hubo varios heridos graves. Cerca de mí lanzaron gas lacrimógeno y cuando salimos corriendo nos empezaron a golpear fuertemente. Me hicieron un brecha en la frente y me partieron el labio. Un caballo estuvo a punto de darme una coz en el pecho, pero pude salir de allí a duras penas. Cuando llegué a la casa de una familia simpatizante, me empezaron a curar las heridas y me vendaron un brazo que tenía muy mal aspecto. Aquella batalla fue un pulso entre el gobierno y nuestros derechos y creo que la fuerza con la que nos atacaron, nos dio más impulso para seguir un año entero.

Se nos unieron más grupos discriminados y que también estaban sufriendo por las medidas impuestas. Uno, especialmente interesante, fue el llamado Lesbians and gays support the miners. Y quien me iba a decir a mi que encontraría el amor en un concierto organizado por ellos. El concierto Pits and Perverts fue la mayor recolecta que hicieron y allí, entre luces de neón y música estridente, él me besó. Jamás me había planteado la idea de que yo también era un invertido, o un pervertido, como queráis decirlo. No volví a España porque aquello se consideraba un pecado mortal y mis padres jamás me aceptarían.

Un año después, el 3 de marzo de 1985, la huelga finalizó. No ganamos nada, pero conseguimos unirnos. En los meses siguientes cerraron numerosas minas y el paro en Inglaterra subió un 50%. Pero la solidaridad que había volado por todo el país en aquel año de huelga era algo que nadie llegaba a comprender del todo. Mucha gente se dio cuenta de que aquello no iba tan solo contra los mineros, si no que era una lucha en contra de todos los trabajadores y sindicatos del momento. Aquello fue una guerra perdida, pero en el fondo me sentí ganador. A pesar de los malos momentos que pasamos luego, fue el mejor año de mi vida.


 
Mención especial (castellano)
MINEROS
Rosendo Gallego Menárguez

       Tierra herida, engreída, tierna (duramente), a vena abierta acuchillada.
Pliegues de traición ocultos al tesón de los fuertes; de los bravos, fuego y músculo,
risueños (tensamente), sin miedo a entrar en ti.
       Tierra devorada en busca del pan: semilla y esperanza, pala y canción
(amargamente). Trampa, nubes, sepulcro, puerta cerrada sin llave a las tinieblas
ni tu brazo a torcer. En los pasillos ya no canta (mansamente) la barrena.
       No dejaremos que lo oscuro doblegue nuestro ímpetu: los días son eslabones
de una cadena unánime. La libertas ofrece (tercamente) su cita con la vida.


 
Mención especial (castellano)
TRINCHETE
Raquel Arce Menéndez
“Durante más de un siglo fueron miles las familias procedentes del resto de España las que se asentaron en las cuencas mineras asturianas, principalmente en los años 40 y 50. Andaluces, extremeños y gallegos especialmente.”
 
No sólo del territorio español se aventuraron en el comienzo de una nueva vida en Asturias, de países como Checoslovaquia, Polonia, Rumanía, Cabo Verde y nuestra vecina Portugal, salieron un día miles de hombres, con la esperanza de una vida mejor, y el miedo de un futuro incierto. Unos volvieron a sus países en cuanto pudieron, otros se asentaron aquí para no volver, y algunos, entraron un día a trabajar y ya nunca salieron. La mina no entiende de fronteras, y una vez dentro no importa de donde vengas, allí abajo, todos son mineros, sin más título, ni más carnet. Todos compañeros, a pesar de ser relegados a los peores puntos, ya no por su condición de “extranjeros”, si no por trabajar en la mayoría de los casos en subcontratas de la empresa matriz, con lo que eso conlleva tanto en sueldos deficientes, como en detrimento de unas condiciones laborales medianamente aceptables.
 
Este relato está dedicado a todos ellos, que a pesar de tenerlo todo en contra, hicieron y hacen que nuestras cuencas sean plurales y más abiertas al mundo. A ellos, que hicieron de nuestros pueblos los suyos. A ellos que muchas veces, han sido injustamente tratados como ciudadanos de segunda, cuando en realidad, no sólo son ciudadanos de pleno derecho, si no también mineros de primera. A todos ellos, y a sus familias (las que pudieron traer, y las que les siguen añorando en la distancia).
 
Y por supuesto, a Trinchete, mi amigo Trinchete, que un día cualquiera en Ablaña, sentados al sol, me contó su historia.

Corría el año 65, mil pesetas le costó a Trinchete aquel viaje de su Bragança natal a la entrada del pozo Mosquitera. Tenía apenas 16 años, pero un tachón en su partida de nacimiento bastó para que aquel ingeniero francés hiciese la vista gorda. Sabía que iba a trabajar, no le dolían prendas, desde los 8 años había servido en una casa, y por fin dejaría atrás los pies descalzos y las malditas pulgas. Iba a ganar dinero, y se sintió hombre a pesar de tan sólo ser un niño. Poco o nada sabía de dónde se iba a meter.

No entendía ni palabra de castellano, pero como oveja de aquel rebaño de mineros novatos, siguió al grupo, dirigido por un montón de palabras sin sentido para él, hacia el interior de la mina. A cada paso que daban, más oscuridad, más humedad, menos espacio... el corazón le latía de tal modo, que por momentos pensó el sujetarlo con las manos, no se le fuera a escapar por la boca. No le daba tiempo ni a pensarlo, sólo intentaba no escurrirse entre las manpostas. Era el más pequeño de aquel relevo, y no sólo en edad, su no más de metro sesenta no ayudaba en nada en aquel recorrido, que a él se le antojó de entrada al infierno. El miedo agudiza el ingenio, y allí donde el resto pasaba a zancadas, él se escurría por detrás de las maderas y resbalaba por el carbón hasta el siguiente punto de apoyo. No podía quedarse atrás, pero no podía quitarse de la cabeza que como diese un mal paso se iría al fondo de aquella chimenea negra, de la que no se veía el final. Si él supiese en ese mismo instante cómo se salía de aquel agujero, no hubiese dudado ni un segundo en echar a andar sin mirar atrás y no parar hasta llegar a Portugal. De la mina al barracón, y del barracón a la mina. Los siguientes ocho días los pasó llorando. El cansancio, el miedo y la soledad de quien se siente extraño y ajeno a lo que le rodea. El tiempo pasó rápido y cada vez fueron menos las lágrimas. A la tarde, cuando volvían al barracón, comían, descansaban, charlaban, incluso les quedaban ganas de juegos. Jugaban al fútbol, al “pilla”, al escondite... “minerones” con trabajo de hombres curtidos que se comportaban al acabar la jornada, como lo que realmente eran, niños. Pasó un año entero hasta las primeras vacaciones de su vida, y con los bolsillos llenos de orgullo, volvió a Portugal. Nada contó claro está, ni de lágrimas derramadas, ni que su mundo en Asturias se redujese a un patio y un barracón. A su vuelta a Tuilla algo cambió. Ya no era el niño temeroso y aunque seguía sin ser un hombre, se descubrió ansioso por volver a retomar aquel trabajo que tanto empezaba a gustarle, en el mismo pozo del que hubiese salido corriendo el primer día. Estaba aprendiendo el oficio, y en cuanto tuviese la edad, la real, quería ser barrenista. La valentía adquirida dentro, le sirvió para aventurarse también fuera. Salía cada vez más por la Felguera, incluso iba al cine, y aunque no se enteraba de nada, pronto pudo defenderse con el idioma.

Hoy tiene 67 años, después de Mosquitera, vino Pumarabule, Candín y se retiró como barrenista en Nicolasa. ¿Volver a Portugal?, se ríe, ¿ya quieres echarme? Tiene seis hijos, nietos, todos nacidos aquí. Allí no queda nada que lo ate tanto. Se le sigue atravesando el idioma, y a veces cuesta entenderlo, aunque sinceramente pienso, que inconscientemente se resiste a perder lo único que aún le queda de su Bragança y su Portugal del alma. Dice que volvería “pa´ dento” si le dejasen, aunque le ofrecieran el triple por estar fuera. Ese “amor” a la mina que a mí, a pesar de todo, me cuesta tanto entender... pero claro, él tampoco entiende por qué a mí me interesa tanto su historia.


 
Mención especial (castellano)
VOLVERÉ A VERTE
Emilia García Castro

Me crié sin ti, papá; faltaste siendo yo tan niño que apenas te recuerdo. Solo sé que un día, al regresar del colegio, me dijeron que te habías ido de viaje y ya no ibas a volver. Entonces se me olvidó cómo eras y quedé disgustado contigo para siempre.

¿Cómo crees que me sentía cuando los niños me preguntaban qué es tu padre? Yo les decía que tú eras director general de una empresa de Japón, y que estabas trabajando allí; era un sitio tan lejano y tan raro que no podrían descubrir que no era cierto.

Porque yo sabía bien que no había tal viaje, ese que se habían inventado para consolarme, y que te habías muerto y no ibas a regresar jamás.

Tú no fuiste director de nada, sino picador en una mina, y quedaste sepultado en un derrumbe, esa fue la verdad. Fue por culpa del carbón por lo que yo te perdí.

Mamá me educaba con angustia por miedo a mis berrinches; me ponía como loco en la tienda para que me comprase golosinas cuando yo quería, porque aquellos dulces eran tan ricos que, al menos por momentos, me quitaban la pena de no tenerte a ti a mi lado.

Lo peor vino una vez que un niño me dijo que su padre iba a pegarme, porque yo no le daba la moneda que me exigía, y cogí un susto tan grande que estuve fingiendo dolor de barriga para quedarme en casa. Yo no te tenía a ti para que me defendieras.

Tampoco tuve con quién jugar a peleas, ni quién me enseñase a afeitarme cuando me empezó a salir pelusilla en la cara. Tampoco pudiste darme consejos para tratar con la gente, y poder distinguir la buena de la mala. Nadie me enseñó las cosas de la vida, y si mamá lo intentaba yo me burlaba de ella.

Me habrás visto de jovencito, ¿no? Era un chico guapo, pero yo, en el fondo, siempre me veía deforme, como si me fueran a notar la carencia de ti. Era igual que si me faltara un brazo o una pierna y todos pudieran darse cuenta: «Ahí va ese, el que no tiene padre». Pasé años en que fui lo peor de lo peor. Por entonces, te odiaba, te lo digo a la cara, tu cara imaginada, la que no recuerdo. ¡Llegué a querer irme contigo!

Yo soy minero como tú, y tengo miedo cada día que entro en la mina. A veces trabajo con rabia y pico el carbón del techo como un poseso, me caen por encima una lluvia de pedruscos y me digo que me caiga uno bien grande y me ocurra lo mismo que a ti. Es cuando intento, a la desesperada, recordarte, y no lo consigo; dime tú como eres, porque nunca quise ver tus fotos.

No se recuperó tu cuerpo de las entrañas de la tierra. Allí te quedaste, y tu sangre regó el suelo que piso y corre hoy dando vida a los árboles del parque, donde juegan niños que nada saben aún de los valientes que se juegan la vida para sacar el carbón con el que nos calentamos en invierno. Me dan ganas de horadar aquella maldita mina y sacar lo que quede de ti y así, a lo mejor, puedo recordarte sin miedo. Yo sigo buscándote allá abajo y, cuando dinamitamos para abrir una nueva veta, pienso: «Ahí detrás puede estar papá».

Hoy vivo con la ilusión de encontrarte de nuevo, mira qué extraño. Yo sé cuándo voy a saber cómo eres: cuando vea la carita de tu nieto; en ese instante te reconoceré y te besaré en su piel de bebé, y ese día saldrás, de alguna forma, de eso desconocido donde ahora estás. Entonces voy a llorarte, ya sin rabia, mirando tu retrato hecho carne viva, y no nos separaremos jamás.

Te espero, ¡vuelve pronto!


 
Mención especial (castellano)
OJO EN SOMBRA
Alicia Calvo Panera

«Cruza el monte, sus entrañas
sin contraseña.
Lo sagrado: cruz, hayedo y bocamina.»
Víctor M. Díez, “Canción de hulla”

Conocí poco a Norberto. Lo recuerdo como un nombre. Viene Norberto. Me voy con Norberto. Al monte, por supuesto, a buscar con la mirada los árboles centenarios, nudosos que serpean el paisaje del noroeste mágico. Los de León pudimos ver los retratos de esos antepasados, deshojando cada hoja, en el calendario del 2013. Venía a buscar a mi padre con el coche y la perra. Puedo imaginarlos bromeando, compartiendo la andadura suave y dura de los montes, calculando ángulos, inclina un poco más, espera, te presto mi objetivo, esto ya es otra cosa.
Empecé a conocer un poco más a Norberto en la tristeza de su recuerdo. Amigos, compañeros, gentes de la cultura, jefes incluso lo describen con cariño y admiración más o menos contenida. Trabajó muchos años para el Diario de León, donde fue sembrando imágenes de eventos, personajes y paisajes. Ahora que sus fotos siguen una marcha silenciosa pero firme por la geografía leonesa hasta recalar en Madrid, como esas otras marchas de negra lumbre, ahora vuelve la luz a los pueblos y a la memoria. Ese “libro de sombra” del que hablo es en parte la historia de su vida incompleta, de las líneas como raíces en las manos, en los ojos, de los años que quedan con él, pero sin él. No puedo decir más; su familia puede decirlo con mayor justeza que yo, que solo descubrí sus fotos después de un tiempo imperdonablemente largo.
Norberto tiraba fotografías con fondo, con buen encuadre, con cuajo. Y a conciencia. Fue de Comisiones cuando ya los sindicatos se arrastraban y se vendían pieza a pieza por el metal, el vil, no el noble, que tuvo su propia marcha, la marcha de hierro, reclamando lo mismo que sus hermanos del carbón. Cubrió las tres marchas mineras a Madrid, cámara en mano, como uno más. Cuando uno está dentro, tiene que ser como el pájaro, despegar y salirse, pasar rozando cerca. Por eso sus fotografías tienen esa parte humana, cansada y sencilla, narrando una épica obrera accesible e intemporal que podemos apreciar como un discurso claro y directo, sin sermones, pero sin renuncia moral.
Esa misma pasión por la naturaleza vive hoy en las encinas arrancadas de un pequeño pueblo del campo charro, en Retortillo, Salamanca, dándose casi la mano con Portugal, cuyas aguas futuras pueden arrastrar los lodos de la codicia presente. Allí quieren abrir una mina de uranio (la única en Europa), una mina de muerte. Estoy segura de que a Norberto no le habría importado acercarse a documentarlo, aunque no faltan ojos atentos, ojos dolidos y furiosos por la sangre seca de esas encinas centenarias. ¿Defensa de la naturaleza o del trabajo? No hay contradicción aquí. Quien ha vivido cerca del carbón lo sabe: pesa la admiración por los padres y los abuelos esforzados, solidarios siempre, madurados en la mina; por las mujeres, imprescindibles luchadoras; el candor de los pueblos bajo la lámpara de gas… Y pesa también el desgarro en la tierra, en el agua y los ríos; pesa el fantasma que sentencia a las cuencas al vacío. Pero aquí, ahí, en Retortillo, no hay todavía cuenca. Y no, no es lo mismo. El carbón carcome los pulmones, los vuelve porosos y los acompaña en desdicha a veces un hígado remojado en exceso. El uranio lleva la destrucción en la médula, cala, desequilibra, levanta al cáncer como un caballero andante. Augura el desastre, nos arranca un tarareo entre dientes, Chernoblues. Por eso dicen, decimos que no a esta mina y pedimos recuperar lo verde para esas heridas abiertas en el norte leonés, en Asturias, en Galicia, en Aragón. Que las minas de muerte queden sepultadas por el pulso de la tierra y que en esos tientos se reinviertan las fuerzas de tantas mujeres (tan olvidadas) y hombres que se dieron a las matrices negras del carbón. Para regenerar la vida.
Y como no hay otra vida que esta vida, nos vemos para siempre en tus fotografías. Que no nos falte tu ojo avizor. Hasta siempre, Norberto.
In memoriam Norberto Cabezas
Desde una foto fija me mira. Me mira serio. El que lo acompaña sonríe. Siempre tan serio. Con cada marcha que comenzaba soltaba un taco, preparaba los objetivos y las botas. Para fotografiar hay que tener la mirada limpia. El cuerpo puede tener barro, sudor, carbón, heridas. Pero la mirada tiene que ser limpia. Tomo aire. Miro su mirada, miro a sus mineros. Ya no le veo. Mientras paso las páginas de este libro negro, oigo sus pasos, quieto ahí, todo en silencio y su dichosa cámara disparando. En medio de la noche, en los pabellones del camino, mientras curan los pies y se aligera la conversación, prestos al sueño, los mineros van volviéndose más silenciosos y el objetivo afina. Aprovechando su indefensión, él les saca ese lado de seres tiernos y cansados, hechos a hierro y negruras. Estas fotos reflejan los días sin pausa, los altos en el camino, la llegada a los pueblos entre rostros curiosos, recelosos algunos, orgullosos otros. Me habría gustado volver a encontrarme en sus ojos a ese chaval, Sócrates, antiguo compañero de colegio. Los cuatro de la Vasco lo hubieran recibido en la boca del lobo, “Espéranos tú ahí”, “No subáis sin pelearlo”. Podrían haberse dicho esto tranquilamente, a los ojos y sin vacilar.

Con los dedos sigo las costuras de su obra póstuma con cariño y rabia. Sus fotos de las marchas, todas juntas y bien avenidas, me muestran los caminos pasados y los nuevos por andar. Ahora lo veo en Ciñera, en Zarréu, en los arraigados del noroeste, donde no se callan ni quieren emigrar. También podría verlo peleando contra el uranio de Retortillo, un tiro en la nuca de esa tierra. Si me descubro pensando en todos ellos es por él. El obturador como un párpado sabio me pide descanso. Me habría gustado no tener que verle ya solo a través de estas imágenes. Por eso este libro de sombra tiene páginas no escritas. Por eso mis palabras no bastan.